Sonreír con el corazón, la historia de Ana Andréa

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Sonreír con el corazón, la historia de Ana Andréa

«Cada día es un reto. ¡No hay aventura sin emoción!». Ana Andréa Souza Lima, más conocida como Andréa, define con pasión y fuerza el trayecto a la Escuela Municipal Profesora Zilda Iracema Melgueiro Nunes donde trabaja como directora desde hace un año. Situada en el Ramal do Rio Branquinho, en plena selva amazónica, la escuela […]

«Cada día es un reto. ¡No hay aventura sin emoción!». Ana Andréa Souza Lima, más conocida como Andréa, define con pasión y fuerza el trayecto a la Escuela Municipal Profesora Zilda Iracema Melgueiro Nunes donde trabaja como directora desde hace un año. Situada en el Ramal do Rio Branquinho, en plena selva amazónica, la escuela es un fiel reflejo del gran esfuerzo que requiere la búsqueda del conocimiento y de cuánto merece la pena esa lucha. Llegar a la escuela Zilda Iracema desde Manaos supone unas tres horas por una carretera sin asfaltar que sale del Ramal do Rio Branquinho. Para quienes trabajan allí, el día empieza antes de que amanezca. El autobús escolar sale de la capital amazonense a las seis de la mañana y en él viajan la directora, los profesores y otros profesionales. Esta es su inspiradora historia.

Son casi seis horas diarias en el vehículo en las que los profesores aprovechan para charlar y planificar con la directora, y también para escuchar música y distraerse antes de que los alumnos, que van subiendo al autobús a partir del kilómetro 9 de la BR-174, terminen de ocupar todo el vehículo y no quede espacio para nada más.

Por el camino, es habitual que la directora se encuentre con algunos de los padres que esperan con sus hijos a que llegue el autobús escolar. No existen líneas diarias que recorran el trayecto entre el Ramal do Rio Branquinho y Manaos más allá de este autobús. El único transporte que cubre esa ruta circula solo una vez a la semana.

Por el camino, a través de la ventana se pueden ver árboles tan altos como los rascacielos y muy frondosos, arroyos, lagos con canoas de madera y un bosque denso con tonos rojizos, amarillos y verdes que parece más una obra propia de un pintor que de la naturaleza. No hay rastro de asfalto, ni edificios de oficinas, ni semáforos. De vez en cuando, irrumpe en el paisaje alguna casita de madera de estilo palafito y, en pequeños letreros de madera, se indica el nombre de los lugares que se van sucediendo: «Menino na Porteira», «Ana Caroline», «Chapéu de coco»…

La llegada está prevista a las nueve de la mañana, pero la duración real del viaje queda en manos de la naturaleza. En una zona de grandes precipitaciones y una gran complejidad ambiental (¡es la mayor selva del mundo!), las lluvias torrenciales, la caída de árboles de más de 60 metros de altura o los encuentros inesperados con anacondas, agutíes, pacas y otros animales pueden retrasar o incluso impedir el comienzo de las clases. A finales del curso escolar de 2019, en agosto, los días sin clase debido a las condiciones climáticas sumaban treinta y dos, la mayoría porque la lluvia hacía intransitable la carretera. No obstante, el equipo hace todo lo posible por recuperar los días perdidos.

José Adiel Barbosa, conductor del autobús escolar desde hace dos años, ha perdido la cuenta de cuántas veces ha tenido que echar mano de su inventiva para llevar a los niños a algún lugar seguro cuando estalla una tormenta, desviar animales del camino o, simplemente, superar un trayecto accidentado que le obliga a «quemar» los neumáticos y levantar una enorme polvareda al subir las laderas. «En una escuela rural, hasta el conductor tiene que poner todo de su parte», sostiene Andréa. «Una persona menos comprometida daría media vuelta en cuanto cayera la primera gota de lluvia».

«No lo cambiaría por nada del mundo»

Finalizado el periplo por la selva, los profesionales y los 67 alumnos, que cursan desde Educación Infantil hasta el 9.º curso de Primaria, llegan por fin a la escuela, una construcción de madera rodeada de verde. Las ventanas no tienen cristales y no hay doble techo. En el interior, cuatro aulas pequeñas, el despacho de dirección y la administración, la sala de material, la cocina, el comedor y un aseo compartido para los niños y las niñas completan la escasa infraestructura disponible. No hay pasamanos ni barandillas en las escaleras que conectan la planta baja con el primer piso, así que los niños no pueden subir. La directora, con la ayuda del equipo y la comunidad, lucha por realizar mejoras en las instalaciones, como cambiar las tejas y construir otro aseo y un pequeño patio para que los niños puedan jugar. Las clases son unitarias, con niños y niñas de varios grupos de edad.

La escuela carece de línea telefónica y los móviles no funcionan, ya que no hay antenas. Es posible acceder a internet utilizando el dispositivo móvil de la Secretaría Municipal de Educación, cuando hay electricidad, pero las interrupciones del servicio son frecuentes y, a veces, tanto la escuela como los habitantes locales pueden pasar varios días seguidos sin luz.

Los obstáculos propios de la zona rural fortalecen el vínculo que la directora, los once docentes, el cocinero, el conductor, la monitora y el auxiliar de servicios generales han forjado con la escuela y sus estudiantes y viceversa. «Adoro este lugar. He encontrado mi sitio en la escuela rural y no lo cambiaría por nada del mundo», señala Simone Pantoja, que da clase del primer al cuarto curso desde hace cuatro años.

Solo unos minutos de interacción con los estudiantes bastan para entender por qué la profesora y sus compañeros se sienten así. Al vivir en una zona donde el autobús de línea a Manaos solo pasa una vez a la semana, donde nadie tiene coche y la infraestructura es rudimentaria, los pequeños valoran todo lo que la escuela les ofrece, desde la posibilidad de estudiar y superar el analfabetismo –un problema que afecta a muchos de sus padres–, hasta las comidas calientes que saborean a diario.

La clase de la tablet

En Educación Infantil, como no hay un aula disponible, la clase se desarrolla en el comedor, que está en el porche de la escuela o en el césped, a la sombra de los copoazús. No hay juguetes a la vista. Al aire libre, los alumnos de la profesora Gutnéa Nunes de Azevedo juegan en círculos, se descalzan, se suben a los árboles y aprovechan la actividad más esperada de la semana. «La clase de la tablet es la que más me gusta», explica uno de los niños, Raí, sobre el Aula Digital de ProFuturo. «Y también la comida». Lleno de orgullo, nos cuenta que tiene ocho años, pero su estatura y la inocencia propia de la primera infancia revelan que, en realidad, tiene cuatro.

En la misma clase que Raí estudian otros nueve niños y a todos les encanta la «clase de la tablet». Entre ellos está Viviane, su prima de cinco años y su hermano pequeño, Josué, que tiene cuatro. Mientras hace fotos con el dispositivo, Josué explica que un día fue a pescar con su papá y atrapó «un pez del tamaño de la escuela» para comérselo con su familia. Los días de suerte, cuando sale a pescar con su padre, el niño se jacta de haber pescado cangrejos y peces piaba.

Aprovechando que la conversación trata sobre animales, su compañera Ana Sofia, de cuatro años, muestra la herida que Chimba, el mono que tiene de mascota, le hizo en la pierna. «Pero yo lo quiero igual», se apresura a añadir. A todos les gustan los juegos de la tablet y jugar con muñecas. El fútbol también ocupa un lugar importante en sus ratos de ocio y tanto los niños como las niñas juegan sin reparos.

La vida de los pequeños transcurre en torno al Ramal do Rio Branquinho. Rara vez visitan otros lugares y muchos de ellos no conocen Manaos. Una de las que sí ha visitado la capital del estado es Vivi: «Me gustó mucho, comí helados y sorbetes», relata la niña, que además de Manaos también ha ido a Codajás, el lugar de nacimiento de su madre, donde se bañó varias veces en las cascadas.

A Rayciane, la hermana de ocho años de Raí, también le gustó Manaos. «Había un parque y jugué mucho», recuerda. Su hermanito no ha ido nunca a la gran ciudad ni quiere imaginarse como es. «Nunca he ido, ¿cómo voy a saberlo?», argumenta.

Al igual que otros niños, Rayciane se levanta temprano para ayudar a su madre, que tiene otros tres hijos y está embarazada del quinto. Al contrario que su hija, nunca aprendió a leer. Rayciane hace de todo en casa. «Llevo a los pequeños en brazos, lavo los platos y cocino», nos cuenta, y añade que su especialidad es la pasta. La familia comparte una casa de madera de una estancia al borde de la carretera, con los laterales del porche cerrados con trozos de plástico.

Un momento que lo cambia todo

Viviane, Josué y sus cuatro hermanos (Amilton, Orleam, Cristiano y Evertom) no van solos a la escuela. Su madre, Salvani Marinho, de 31 años, hace lo posible por ir con ellos, y a veces se apunta también su marido, a quien llaman Palhinha. Salvani disfruta de la oportunidad de estudiar por primera vez, asistiendo a la clase de quinto curso o aprovechando el refuerzo que imparte la directora en el poco tiempo que le sobra entre una tarea y otra.

Salvani es originaria de Codajás, la «tierra del açaí», un municipio de 28 000 habitantes a 300 kilómetros de Manaos. No pudo estudiar porque su padre se lo impidió y la puso a trabajar a los ocho años. «Yo sola cargaba un bidón de agua de 20 litros y preparaba la comida para un montón de gente», se lamenta.

Los recuerdos de su infancia y adolescencia son muy duros. «Mi padre nunca me dejó estudiar. Aprendí a leer yo sola, con la Biblia, pero no sabía escribir. Veía a las niñas ir a la escuela y me ponía a llorar», recuerda. Tampoco tenían siempre algo que llevarse a la boca. Cuando la cosa se ponía fea, su madre, a quien Salvani quería mucho, mataba un caimán o algún otro animal para dar de comer a la familia.

En la actualidad, tanto ella como su marido son agricultores. Con él y sus seis hijos, que tienen entre quince y cuatro años, vive en una casa de madera en un terreno de media hectárea a unos kilómetros de la escuela, donde crían gallinas y cultivan plátano, mandioca y ochocientos pies de pimienta negra. Además de trabajar en la finca y cuidar a sus hijos, dedica gran parte de su tiempo a atender a su suegro de 110 años, que vive con ellos. Todo este ajetreo no le impide aplicarse en sus estudios ni asegurarse de que sus hijos hagan lo mismo. Quien saca menos de un siete se lleva una buena regañina. «Están teniendo una oportunidad que yo nunca tuve. Si no la aprovechan ahora, más tarde se van a arrepentir», explica la madre.

Ella cumple su propósito de estudiar a pesar de la oposición frontal de sus padres, que esperaban que se quedase en casa trabajando. Sin embargo, Salvani no se rinde y cuenta con el apoyo de su marido, que estudió hasta el sexto curso. «Ayudamos a los niños con los deberes. Él estudió más que yo, pero creo que yo entiendo mejor las preguntas», celebra.

A Salvani le cuesta mucho encontrar recuerdos felices, pero cree que la época en la que finalmente consiguió estudiar ha sido la que más le ha marcado. «Nunca he estado tan contenta. Los profesores apostaron por mí, me animaron y me apoyaron», explica. «Algunas personas, aunque no sean de tu familia, pueden aportarte mucho más que un padre o una madre».

Su principal objetivo ahora mismo es aprobar el examen para conseguir el diploma de 5.º curso. Los profesores y la directora están seguros de que lo conseguirá. Cuando finalice la Primaria y la Secundaria, quiere continuar sus estudios y sueña con ser ingeniera agrónoma. Si no lo consigue, también le gustaría ser reportera y viajar a donde le manden. «Mira las chicas de ProFuturo que han venido a producir el libro. ¡Son de São Paulo y han venido hasta aquí por el Ramal do Rio Branquinho para hacer su trabajo!», explica entusiasmada. Sigue así, Salvani. Tal y como has aprendido en la escuela, tienes derecho a creer que los sueños se hacen realidad y a luchar por ellos.

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