Las murallas de Dzaleka: la vida en un campo de refugiados

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Las murallas de Dzaleka: la vida en un campo de refugiados

Este nuevo curso escolar, en colaboración con el Servicio Jesuita a Refugiados, hemos empezado la implementación de nuestro programa de educación digital en el campo de refugiados de Dzaleka, ubicado a 30 kilómetros de la capital de Malawi. El asentamiento acoge a unas 40.000 personas que son, en su mayoría, procedentes de la vecina República […]

Este nuevo curso escolar, en colaboración con el Servicio Jesuita a Refugiados, hemos empezado la implementación de nuestro programa de educación digital en el campo de refugiados de Dzaleka, ubicado a 30 kilómetros de la capital de Malawi. El asentamiento acoge a unas 40.000 personas que son, en su mayoría, procedentes de la vecina República Democrática del Congo. Irene Jiménez, del equipo de operaciones, ha visitado recientemente ese emplazamiento para ayudar en la formación de coaches y coordinadores. 

Al llegar a Lilongüe, la capital de Malawi, me sorprendió que no pareciera tan pobre como cualquiera podría imaginar a priori, pero el escenario cambió cuando nos dirigimos al campo de refugiados. El panorama allí era desolador, con una tierra totalmente árida y un paisaje yermo. Los primeros refugiados llegaron a esta región hace alrededor de 25 años, y traté de imaginar lo que pudieron pensar al ver el emplazamiento que les daban, en medio de esa tierra rojiza y desértica.

Estamos implantando nuestro programa en el único colegio de educación primaria que hay en el campo de refugiados, donde estudian unos 4.000 alumnos. Nuestra labor aquí será reforzar los conocimientos de matemáticas e inglés de los alumnos de tercero y quinto de primaria durante las horas lectivas. En el primer año de proyecto, vamos a trabajar tanto en educación formal como no formal, llegando a 1.844 beneficiarios. También habrá un espacio para la educación no formal en un digital lab que Manos Unidas ha construido en dos aulas.

La escuela está siendo ampliada porque el 60% población es menor de edad,  han nacido aquí siendo refugiados y la  escuela de primaria no tiene cabida para todos los niños. En cada clase hay como unos 80 alumnos y tienen que compartir pupitres, pero la situación es peor para los de tercero y cuarto de primaria, que sólo tienen una pizarra y carecen de mesas o sillas.

Nuestro coach  en la escuela nació en Malawi, tiene mucha energía y ha sido profesor, con lo cual eso nos ha facilitado bastante las cosas. Muchos de los profesores de inglés vienen de la República Democrática del Congo y me sorprendió lo bien que se manejan en todas las situaciones del día a día. Pronto comprendimos que son personas  que están acostumbradas a lidiar con muchas dificultades.

Frente a la dureza del lugar, ellos tenían una mirada muy positiva y estaban decididos a formar a los jóvenes para que tengan oportunidades. El gran drama es que los refugiados no pueden trabajar legalmente en Malawi, con lo cual sus perspectivas de prosperar son muy escasas o incluso nulas si deciden quedarse.

Al llegar al campo, ellos mismos se construyeron su propia casa con los materiales que les facilitaron. Me impresionó encontrarme como una pequeña ciudad en mitad de la nada: hay tiendas, bares, incluso tienen cajeros automáticos, pero tienen prohibido trabajar de forma legal. La situación los aboca a formarse para poder irse. O te quedas en el campo de refugiados de por vida o te debes marchar de Malawi.

Me dio la sensación de ser como un territorio amurallado donde resulta complicado sacar la energía y ser positivo; sin embargo, a pesar de que muchos llevan ahí dos décadas, prefieren esa situación a seguir en la RDC. El campo de refugiados, al menos, les da seguridad y eso ya es un gran paso cuando has tenido que escapar hasta de tu propio país.

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