La voz de Rawaa suena tranquila al otro lado del teléfono. Cuenta que los preparativos de la boda de un familiar llenan estos días su casa de bullicio. «Tenemos una cultura parecida en cuanto a fiestas y bodas. Sé que en España os encanta bailar, incluso a la hora del desayuno», bromea. Un problema de conexión le obliga a apagar la cámara. Rawaa vive en Beqaa, en la zona oriental del Líbano. Antes trabajaba dando clases de inglés. Hoy es una de las coaches del programa de ProFuturo.
Según datos de ACNUR, de las más de 919.000 personas refugiadas sirias que hay en Líbano, casi 500.000 son niños y niñas en edad escolar. En los últimos años, Rawaa ha puesto nombres y caras a muchos de ellos. En el último año, ProFuturo llegó a 22 escuelas de esta región. La implantación del programa para reducir la brecha educativa en este contexto no es sencilla. Nada lo es. Más de una vez, los bombardeos han obligado a profesores y alumnos a quedarse en casa.
La labor de Rawaa como coach tiene muchas aristas: formadora, coordinadora, supervisora y, sobre todo, compañera. Ella es quien se encarga de formar a los docentes en el uso de la tecnología para, más adelante, poder implantarla en el aula, gracias a los dispositivos proporcionados por ProFuturo que funcionan sin conectividad. «La situación que vivimos no es fácil, ni para nosotros, ni para los docentes, ni para los estudiantes. Creo que, como libaneses y sirios, estamos algo acostumbrados a los conflictos. Aunque cada día lo hacemos lo mejor que podemos, a veces es muy difícil», asegura.
Muy distinta, aunque no exenta de complejidad, fue la situación que se encontró Isack en la primera clase en la que entró siendo coach. Fue en Dar es-Salam, en Tanzania. Había, según afirma, hasta 80 estudiantes en una misma aula. El programa aterrizó en el país en 2016, el mismo año en el que Profuturo comenzó su andadura. En 2024 llegó a casi un centenar de escuelas. «Recuerdo casos de estudiantes que no sabían escribir ni deletrear sus nombres, pese a que asistían a la escuela. Cada vez que les dabas una tableta, o lo escribían mal, o les costaba usarla. Después de uno o dos años con el programa, esto cambió por completo», asegura.
Los desafíos también han cambiado con el paso de los años. Al principio, uno de los mayores retos fue el del idioma: «Aquí, por supuesto, usamos inglés, pero la lengua local es el suajili. Además, algunos de los maestros más mayores a los que estábamos formando estaban a punto de retirarse». Ahora que profesores y alumnos se van adaptando a las nuevas metodologías, Isack puede hacer un seguimiento del programa y de sus avances no solo presencial, sino también virtual.
Como coach, se preocupa de que todos los engranajes del proyecto funcionen correctamente, de que sus objetivos estén claros y de que éste sea sostenible desde el punto de vista presupuestario. También procura mantener despierta la motivación de los profesores a los que forma y que los contenidos que luego ellos trasladarán a sus alumnos sean de calidad.
Otro de sus cometidos es el de involucrar a la comunidad local, especialmente a los padres de los alumnos. «Nos reunimos con ellos en la escuela para que puedan ver en qué consiste el programa. Algunos nos contactan directamente para preguntarnos. Incluso han creado un fondo para comprar nuevas tablets», añade con entusiasmo. «Son los propios estudiantes quienes explican a sus familias lo que aprenden. Creemos que, si los padres ven a sus hijos involucrados, también ellos se motivan».
Algo parecido opina Rawaa. «A los estudiantes les encanta ir a la escuela, y eso me anima a ayudar a los profesores. En nuestros sistemas escolares, la educación es muy tradicional: una pizarra, un lápiz y un cuaderno. Nosotros trabajamos con niños que no tienen teléfonos ni iPads, así que para ellos no es solo divertido, sino que también aprenden. Alcanzan los objetivos más rápido cuando usan tecnología».
A la hora de hacer balance, vincula la implantación del programa con un aumento de la asistencia escolar. «Al estar en contacto con niños refugiados en Líbano, sabemos que algunos padres los ponen a trabajar. Las niñas, además, tienen menos oportunidades. Pero cuando introdujimos ProFuturo en diferentes campamentos, en diferentes contextos, más estudiantes comenzaron a asistir a clase. Los padres comenzaron a entender que sus hijos estaban aprendiendo algo. Así que, en este contexto, podemos decir que la tecnología trajo a más niños a las escuelas».
Por eso, su último mensaje es para los padres de estos niños, a quienes pide «intentar abrir más horizontes para ellos y animarles a ver el mundo de manera diferente, no solo como una lucha diaria por sobrevivir. Siempre les digo que «ProFuturo» significa «para el futuro».