La expansión de la inteligencia artificial generativa ha transformado radicalmente las perspectivas de la educación contemporánea. Aplicaciones capaces de redactar ensayos, producir ilustraciones o crear fragmentos musicales han despertado reacciones encontradas entre docentes, estudiantes y el público en general.
Mientras algunos celebran la posibilidad de automatizar tareas rutinarias, como calificar exámenes o diseñar planes de estudio, otros expresan recelo ante la posible erosión de la función docente y la pérdida de autonomía intelectual.
Mary Burns, reconocida especialista en tecnología educativa, aborda esta cuestión en su texto Eyes Wide Open: What We Lose from Generative Artificial Intelligence in Education. Su análisis plantea la necesidad de reflexionar sobre aquello que estamos dejando a un lado en nuestra búsqueda constante de soluciones tecnológicas.
Lo que la IA nos da
Para muchos profesionales de la enseñanza, la promesa de ahorrar tiempo al preparar exámenes o al calificar puede resultar muy atractiva. Un maestro de literatura, por ejemplo, podría servirse de un sistema automatizado que sugiera preguntas sobre una novela. De forma similar, un profesor de matemáticas tendría la oportunidad de revisar ejercicios resueltos por sus alumnos sin dedicar largas horas a labores repetitivas. Esto, de acuerdo con quienes defienden la IA, dejaría al docente más tiempo para enfocarse en tareas que requieren mayor cercanía humana, como el acompañamiento individual, la orientación emocional o la detección de necesidades específicas. ¿No sería razonable aprovechar al máximo estas ventajas? Quienes valoran este enfoque señalan la posibilidad de fortalecer los vínculos entre profesores y estudiantes, pues el tiempo que antes se invertía en actividades repetitivas ahora se canaliza en cultivar la motivación y la confianza.
Por otra parte, Burns plantea que la IA puede servir como fuente de inspiración creativa para los profesionales de la educación. Imaginemos un taller de redacción en el que un programa informático presente diferentes propuestas de inicio para una historia. El docente, en vez de verse anclado a un modelo único, tendría la oportunidad de enriquecer esas ideas y promover ejercicios que integren la reflexión y la producción escrita. En ese sentido, la herramienta tecnológica podría actuar como detonante para que estudiantes y profesores exploren sus propias estrategias y talentos. En lugar de limitar la imaginación, serviría de punto de partida para debates, análisis y experimentación. Aun así, el artículo subraya que este aporte solo resulta positivo si el maestro mantiene una postura activa, consciente de que aspectos que como la empatía y la comunicación verdadera, no pueden ser replicadas por ningún algoritmo.
Lo que la IA nos quita
Autoridad y agencia docente
Burns advierte de que el uso indiscriminado de sistemas generativos puede conducir a la pérdida de autoridad y agencia docente. Cuando los planes de estudio surgen casi de manera automática, existe el riesgo de que el maestro se limite a pulir detalles superficiales. Un ejemplo de esto podría ser un instituto que adopta un software para estructurar sus programas académicos, con el resultado de que los educadores apenas supervisan la propuesta inicial. Esto debilita la capacidad del docente de diseñar actividades basadas en las características de la comunidad estudiantil y en las particularidades de cada grupo de alumnos. En este caso la IA está restando valor a la experiencia pedagógica y desdibujando la conexión esencial que debe existir entre el profesor y su materia, pues la figura del educador se vería reducida a la de un mero intermediario entre la máquina y el alumno.
Deterioro del pensamiento crítico y de la creatividad
Tanto estudiantes como docentes podrían llegar a depender en exceso de la IA para la producción de contenidos, relegando tareas que fomentan el análisis profundo y la construcción de ideas propias. Imaginemos un alumno que, en lugar de leer un artículo y elaborar su propio resumen, recurre a un generador de texto que realiza esa función en segundos. Este comportamiento disminuiría la oportunidad de enfrentarse a la complejidad del lenguaje, de descubrir matices en el significado y de aprender a argumentar. El mismo efecto podría presentarse en el equipo docente, que, al delegar en el software la elaboración de guías de estudio o ejercicios, iría perdiendo su capacidad de reflexionar y razonar, y a la postre, su capacidad de enseñar.
Dependencia tecnológica y deshumanización de las aulas
La autora también menciona la dependencia tecnológica y la posible deshumanización en las aulas. A medida que los ordenadores van asumiendo un papel más preponderante, existe la posibilidad de que tanto alumnos como profesores confíen demasiado en esos sistemas. Ante un desafío académico, en lugar de formular nuevas preguntas o intercambiar ideas, se podría caer en la tentación de consultar al asistente informático como única fuente de información. Este hábito no solo cercena la autonomía intelectual, sino que debilita la interacción directa y la empatía que se desarrolla cuando las personas debatimos sobre algo. Burns hace hincapié en que la educación va mucho más allá de la simple transmisión de datos, ya que incluye valores, actitudes y un sentido de pertenencia que solo aparece como resultado de la convivencia cotidiana.
Impacto en la relación estudiante-docente
Un elemento que Mary Burns considera fundamental es el impacto en la relación entre el estudiante y el docente. Una educación rica implica diálogos que van más allá de la mera transmisión de contenidos. El maestro percibe el ánimo del alumno, responde a sus inquietudes de forma personalizada y aporta orientación basada en la experiencia y la observación directa. Si la inteligencia artificial llega a ocupar ese espacio, se perdería la calidez que nace de la interacción humana. Podríamos imaginar un programa que ofrezca asesoría automatizada a un estudiante con problemas de concentración. Aunque presente sugerencias adaptadas, no logra empatizar del mismo modo que un docente que escucha atenta y pacientemente. Ese intercambio afectivo es un pilar en la construcción de la motivación y la perseverancia, rasgos esenciales para el aprendizaje a largo plazo. Su ausencia puede tener repercusiones en el bienestar emocional y el desarrollo social del alumnado.
¿Qué pasa con la calidad del conocimiento?
Burns también expresa sus dudas sobre la calidad del conocimiento generado. No todos los algoritmos garantizan información veraz, ya que pueden basarse en datos incompletos o incluso sesgados. El docente se ve, en consecuencia, obligado a revisar y contrastar cada contenido propuesto, con el fin de cerciorarse de su exactitud. Si esta verificación no se realiza de manera minuciosa, corremos el peligro de propagar errores o interpretaciones sesgadas. La situación empeora cuando la comunidad educativa humaniza al software y llega a creer que las respuestas provienen de una voz infalible. Al perder la sana costumbre de comprobar la procedencia de la información, el proceso formativo se ve comprometido. Esto nos conduce a un cuestionamiento fundamental: ¿hasta dónde estamos dispuestos a ceder el juicio crítico que tanto cuesta desarrollar en la escuela y la universidad?
Erosión de capacidades esenciales
A todo esto se suma la erosión de capacidades esenciales, como la lectura profunda y la escritura rigurosa. Según el planteamiento de Burns, cuando un software redacta informes o ensayos, el estudiante deja de practicar la estructuración de ideas, la elección precisa de vocabulario y la argumentación coherente. Estas destrezas no se limitan al ámbito académico, sino que forjan el modo en que una persona comprende el mundo y se comunica con él. De la misma forma, el profesorado se ve afectado si deja de ejercitar su habilidad para producir materiales didácticos con un estilo propio. En el largo plazo, la identidad de cada educador, reflejada en la forma de enseñar, podría verse uniformada por los patrones que un sistema informático considere más adecuados. Ese escenario no solo debilitaría la diversidad de enfoques, sino que también empobrecería la experiencia educativa de las generaciones futuras.
Dilemas éticos
Por último, sobresalen los dilemas éticos y la preocupación por la privacidad de los datos. Es verdad que ciertos programas exigen recopilar gran cantidad de información sobre los estudiantes para brindar respuestas ajustadas a sus necesidades. ¿Hasta qué punto es conveniente compartir datos personales y académicos con corporaciones tecnológicas? Las consecuencias de una filtración o un uso indebido pueden ser graves, desde la exposición de las calificaciones hasta la manipulación de información sensible. Burns indica que también se abre una brecha entre quienes tienen acceso a estas tecnologías y quienes no. Tal disparidad incrementa las desigualdades que, en muchos lugares, ya son notables. Ante tales incertidumbres, la responsabilidad recae no solo en el cuerpo docente, sino también en autoridades educativas y organismos reguladores que velen por la protección de la información y por un acceso equitativo a la tecnología.
Propuestas y reflexiones para el futuro
En su artículo, Burns subraya la importancia de mantener una postura vigilante. No se trata de descartar la inteligencia artificial, sino de emplearla de forma equilibrada y prudente. Para ello, ofrece una serie de recomendaciones que resumimos a continuación:
Capacitación docente en aspectos críticos de la IA
Un maestro que conoce el funcionamiento de estos algoritmos sabrá juzgar el valor de las respuestas y de los recursos que el software provee. A la vez, será capaz de enseñar a sus alumnos a detectar información poco confiable y a razonar sobre su origen. Por otro lado, propone el uso de herramientas que identifiquen el contenido generado por máquinas, de manera que el plagio sea más difícil. Esta estrategia protege la autenticidad de las producciones estudiantiles y, al mismo tiempo, fomenta la responsabilidad y la honestidad académica. En la misma línea, aconseja promover prácticas pedagógicas que fortalezcan la argumentación, la resolución creativa de problemas y la autonomía.
Diseñar nuevos instrumentos de evaluación
Las evaluaciones también deben ser examinadas bajo este nuevo paradigma. Si un sistema informático puede resolver un examen sin esfuerzo o incluso generar respuestas para el alumno, se hace urgente el replanteamiento de las pruebas. Burns sugiere diseñar instrumentos que promuevan la reflexión original, la búsqueda de soluciones inéditas y la interacción cara a cara. Por ejemplo, se podrían desarrollar proyectos en los que la presencia del maestro sea determinante, recabando datos en experimentos presenciales o pidiendo a los estudiantes que presenten y defiendan sus conclusiones ante un comité. Esta dinámica, lejos de anular el aporte de la IA, la coloca en un rol secundario, mientras el alumno ejerce su capacidad de razonar, crear y debatir.
Regulaciones claras
Otro aspecto clave señalado por la autora es la necesidad de regulaciones claras sobre el uso de la IA en entornos educativos. La política institucional no puede quedarse al margen, dado que la introducción de estas tecnologías abre interrogantes sobre derechos de autor, uso comercial de datos y responsabilidad por la veracidad de la información brindada a los estudiantes. Burns considera que las autoridades deben establecer parámetros rigurosos que, a su vez, otorguen la flexibilidad necesaria para adaptarse a contextos diferentes. Un centro rural con conectividad limitada no afronta las mismas circunstancias que una gran urbe con acceso constante a dispositivos avanzados. Por eso, se insta a adoptar normas que contemplen la diversidad y que garanticen la protección de todos los actores involucrados, especialmente de quienes podrían verse afectados por la brecha digital.
¿Qué queremos proteger y cultivar en nuestras escuelas?
Al recorrer el análisis de Mary Burns, queda claro que la inteligencia artificial generativa ofrece perspectivas atractivas y, a la vez, retos considerables. La autora muestra una postura que promueve la cautela, instando a cada docente, estudiante y ciudadano a preguntarse: ¿qué queremos proteger y cultivar en nuestras escuelas y universidades? El desarrollo de la autonomía, la adquisición de habilidades comunicativas sólidas y la interacción humana profunda requieren un compromiso que ninguna tecnología puede suplir por completo. Quizás el rumbo más sensato consista en abrir espacio a la IA, pero sin renunciar al acompañamiento cercano y al pensamiento crítico. Es posible valerse de ciertas aplicaciones para aligerar cargas burocráticas o encender la chispa de la creatividad, siempre y cuando no renunciemos a examinar su impacto en el proceso formativo. Por esta razón, conviene continuar dialogando sobre cómo equilibrar las ventajas de la automatización con la necesidad de mantener a los profesores y a los alumnos como protagonistas del aprendizaje.