Las malas noticias siempre viajan más rápido y más lejos que las buenas. En la educación latinoamericana, esto es una ley empírica. Cada vez que se publican los resultados de las pruebas PISA o que un organismo internacional actualiza su diagnóstico sobre los sistemas escolares de la región, los titulares se llenan de palabras como «crisis», «fracaso» y «emergencia». Y, en parte, tienen razón. Los indicadores son alarmantes: bajo nivel de aprendizaje, altos niveles de desigualdad, abandono escolar persistente y debilidad institucional.
Sin embargo, esta percepción está incompleta. No solo por lo que oculta (los esfuerzos genuinos y las políticas valientes que nacen en medio de las dificultades), sino por lo que erosiona: la posibilidad misma de creer en el cambio. En los últimos 20 años me he dedicado a estudiar los procesos de mejora educativa en América Latina: escuelas, municipios, provincias y estados que han logrado mejorar sostenidamente la educación pública, muchas veces en contextos de pobreza y con recursos escasos.
Durante estas dos décadas, mi búsqueda y mis investigaciones han girado en torno a una pregunta: ¿Quién puede cambiar la educación en América Latina? Esta inquietud me ha llevado a recorrer cientos de escuelas, entrevistar a directores, docentes y funcionarios en múltiples países, y coordinar investigaciones de gran escala sobre los sistemas educativos subnacionales. El proyecto más reciente implicó el análisis de 486 jurisdicciones educativas subnacionales en seis países (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Perú) a lo largo de 15 años. Allí buscamos señales de mejora sostenida. Y las encontramos. Pocas, sí, pero poderosas.
¿Cómo mejoran los sistemas educativos en América Latina?
A partir de esta sistematización rigurosa, una de las más grandes de su tipo en la región, seleccionamos 12 casos de mejora educativa, con grados variables de profundidad y escala que nos enseñaron que no hay soluciones instantáneas ni milagrosas. Como veremos a continuación, todos los casos exitosos comparten una característica común: la mejora educativa lleva tiempo, continuidad política, capacidades técnicas, compromiso pedagógico y una cultura de evaluación orientada al acompañamiento, no a la sanción.
La pregunta que orientó nuestra investigación fue clara: ¿cómo mejoran los sistemas educativos en América Latina? Queríamos alejarnos del enfoque habitual centrado en países y mirar las diferencias dentro de cada uno, allí donde se toman muchas de las decisiones cruciales: en los estados, provincias, comunas y municipios.
Esto nos permitió ampliar la muestra, escapar de las comparaciones entre países (limitadas por el escaso número de casos) y buscar variaciones internas. Muchos países tienen estructuras federales o descentralizadas, lo que abre posibilidades para el diseño de políticas distintas dentro de un mismo marco nacional. No todos los territorios hacen lo mismo. Algunos innovan, otros se estancan, otros retroceden.
Los casos seleccionados se clasificaron en cuatro tipos según el nivel y la consistencia de sus mejoras. Solo tres de los 486 sistemas lograron lo que denominamos casos Tipo 1: mejoras profundas, sostenidas en el tiempo y ampliamente reconocidas por los expertos nacionales. Ceará y Pernambuco, en Brasil, y Puebla, en México, forman ese grupo. Luego hay casos más acotados, de menor escala, como San Nicolás y Longaví en Chile. Y otros que, sin ser excepcionales, muestran trayectorias alentadoras: Córdoba y Río Negro, en Argentina; Bogotá y Boyacá en Colombia; Guanajuato en México; Ayacucho y San Martín en Perú.
La mejora educativa lleva tiempo, continuidad política, capacidades técnicas, compromiso pedagógico y una cultura de evaluación orientada al acompañamiento, no a la sanción.
El ejemplo de Ceará: construir con lo que hay
De todos estos casos, el más paradigmático es el de Ceará, estado del nordeste brasileño, uno de los más pobres del país. Allí, a partir de una experiencia en el municipio de Sobral, se construyó un modelo de política educativa que logró resultados asombrosos.
Sobral es un municipio pequeño que comenzó su transformación educativa en el año 2005. En poco más de una década, pasó de estar por debajo del promedio nacional a superar en aprendizaje a las escuelas privadas de São Paulo, el estado más rico de Brasil. Lo hizo con una combinación de medidas centradas en lo pedagógico: claridad curricular, foco en la alfabetización inicial, evaluaciones frecuentes, formación de directivos, materiales alineados y acompañamiento constante a las escuelas.
La clave de esta increíble mejora no fue el presupuesto (escaso). Tampoco fue solo la tecnología. La verdadera “culpable” de esta transformación fue una visión sistémica y sostenida del cambio educativo. Se diseñó una estructura técnica robusta, con equipos que acompañaban a las escuelas, producían materiales didácticos y sistematizaban la información de manera continua. La medición no era un castigo, sino una brújula para actuar a tiempo.
Con esa experiencia como base, años más tarde, los líderes de Sobral asumieron responsabilidades en el gobierno estadual de Ceará y escalaron el modelo a una escala mucho mayor. Esto implicó enfrentar un desafío bastante más complejo: coordinar acciones con 184 municipios autónomos, que en Brasil tienen competencias propias sobre la educación primaria, lo que supuso alinear objetivos, articular políticas entre distintos niveles de gobierno y construir consensos en torno a metas comunes, como la alfabetización en los primeros años de escolaridad.
Para lograrlo, se diseñaron mecanismos de incentivos fiscales que premiaban a los municipios con mejores resultados educativos o mayores avances en sus indicadores. Este enfoque combinó la lógica del mérito con un criterio de equidad territorial.
También fue necesario desarrollar capacidades estatales que permitieran sostener una política pública ambiciosa a largo plazo: se creó una estructura técnica especializada, se formaron equipos pedagógicos que acompañaban a las escuelas, se diseñaron evaluaciones propias aplicadas tres veces por año, y se elaboraron materiales didácticos alineados al currículo. Todo esto estuvo al servicio de una meta clara y compartida: garantizar que todos los niños y niñas aprendieran a leer y escribir en el tiempo esperado, durante los primeros años de la educación primaria.
El programa incluía una evaluación propia tomada tres veces al año, devoluciones pedagógicas escuela por escuela, materiales impresos para docentes y estudiantes y una organización administrativa que trabajaba en equipo con una lógica de mejora continua. No se dejó librado al azar: se sistematizó, se ajustó, se sostuvo.
Políticas que cuidan y desafían
La mejora educativa requiere un delicado equilibrio entre exigencia y cuidado. Cuando los sistemas educativos solo se enfocan en «mostrar resultados» sin construir capacidades, se generan resistencias, fatiga docente o incluso manipulación de datos. Pero cuando se abandona la evaluación y la rendición de cuentas, se pierde foco y dirección.
Los sistemas que mejoraron combinaron ambas dimensiones. Usaron la evaluación para visibilizar el aprendizaje de cada alumno, pero sin castigos ni clasificaciones públicas estigmatizantes. Devolvieron los datos a las escuelas como herramientas de mejora. Y también invirtieron en la formación de directivos, supervisores y docentes, generando redes de apoyo y acompañamiento.
En Guanajuato (México), por ejemplo, se está desarrollando un ambicioso programa de alfabetización inicial que retoma varias claves del modelo de Ceará: materiales estructurados, evaluaciones frecuentes, retroalimentación por alumno, y una estrategia de formación continua que respeta el saber docente, pero lo desafía con nuevas herramientas. El enfoque no se basa en la presión externa, sino en movilizar el profesionalismo desde dentro del sistema.
Otro gran ejemplo de tercera vía lo encontramos en El Salvador, donde una ONG impulsó un programa de enseñanza de matemáticas con resultados concretos y medibles, combinando materiales impresos, metodologías activas y tecnología. Una experiencia con sentido sistémico, diseñada con foco en el aula y sostenida en el tiempo.
Lo sistémico supera al caso aislado
Otro de los errores frecuentes en las políticas educativas es el fetichismo por el «caso de éxito»: una escuela destacada, una experiencia innovadora, un liderazgo carismático. Estas experiencias son valiosas y pueden inspirar, pero si no se integran en una estrategia más amplia, se vuelven “islas de excelencia en un océano de desigualdad”. Lo excepcional no transforma por sí solo. Necesita una arquitectura institucional que lo contenga, lo multiplique y lo sostenga.
La mejora educativa no depende de un “héroe pedagógico” ni de una intervención puntual. Requiere de una lógica sistémica, que articule todos los niveles del sistema educativo —desde el aula hasta el ministerio—, y que genere condiciones estructurales para que lo bueno no sea la excepción, sino la norma. Por eso, los casos más prometedores de América Latina son los que lograron institucionalizar la mejora: no se basaron en nombres propios, sino en equipos técnicos estables; no fueron impulsos aislados, sino políticas que integraron diseño, implementación y evaluación en un mismo marco.
Eso requiere de una capacidad estatal fuerte, algo escaso pero fundamental. Significa tener estructuras profesionales dentro de los ministerios y secretarías de educación, con continuidad más allá del ciclo electoral. Implica contar con sistemas de información integrados, herramientas de monitoreo, y sobre todo, una cultura organizacional que aprende, adapta y persevera. También supone articular con la sociedad civil y el sector privado, pero desde una gobernanza pública clara, donde las prioridades educativas estén definidas por el interés común, no por agendas externas.
El cambio es posible, pero no inevitable
Intentando contestar a la pregunta que nos hacíamos al comienzo de este artículo –¿quién puede cambiar la educación en América Latina?–, la respuesta más honesta es: muchos actores a la vez. El Estado, sin duda, tiene la mayor responsabilidad y el mayor poder para articular la transformación. Pero no puede solo. Necesita del compromiso docente, la participación de las familias, el apoyo de la sociedad civil, el aporte del sector privado, con reglas claras, y una opinión pública que deje de normalizar la desigualdad educativa.
Cambiar la educación no es tarea de héroes solitarios. Es un proceso coral, que requiere dirección, paciencia y obstinación. Y que, sobre todo, debe volverse una obsesión social y política.
Porque no hay democracia ni desarrollo sostenible sin escuelas que enseñen bien a todos, desde el inicio. Y porque en medio de tantas malas noticias, nada genera más esperanza que ver una escuela que florece donde antes solo había abandono. Ese es el tipo de noticia que debería viajar más lejos y más rápido.