Inteligencia artificial y educación en América Latina: cómo evitar los errores del pasado

Durante años, la tecnología ha sido presentada como la gran tabla de salvación de la educación en América Latina. Primero llegaron los laboratorios escolares, luego las pizarras digitales, más tarde las laptops para cada niño. A cada oleada le siguió su desencanto: máquinas que nadie encendía, plataformas que no dialogaban con el currículo o programas […]

Inteligencia artificial y educación en América Latina: cómo evitar los errores del pasado

Durante años, la tecnología ha sido presentada como la gran tabla de salvación de la educación en América Latina. Primero llegaron los laboratorios escolares, luego las pizarras digitales, más tarde las laptops para cada niño. A cada oleada le siguió su desencanto: máquinas que nadie encendía, plataformas que no dialogaban con el currículo o programas que se agotaban antes de que alguien midiera sus efectos. La historia ya nos la sabemos: entusiasmo inicial, implementación atropellada, desencanto y olvido.

Ahora llega la inteligencia artificial. Promete aprendizajes a medida, docentes asistidos por algoritmos, gestión escolar optimizada… Todo suena familiar. La diferencia es que esta vez, los riesgos también se han sofisticado: la desigualdad digital es más profunda, las soluciones privadas más agresivas y la capacidad de regulación, limitada. En este contexto, la cuestión ya no es si la IA traerá cambios, sino si los sistemas educativos están preparados para que esos cambios beneficien a todos, y no solo a unos pocos.

El Banco Interamericano de Desarrollo, en su informe AI and Education: Building the Future Through Digital Transformation, propone una hoja de ruta razonada. No es un canto a la innovación por la innovación misma, sino una advertencia velada: o la región aprende de sus errores o la IA será otro capítulo más en la larga novela de promesas tecnológicas incumplidas.

La IA no basta: el marco propuesto por el BID

Incluso las tecnologías más brillantes (y la inteligencia artificial lo es) pueden fracasar cuando se aplican sin propósito o sin contexto. Lo dice el Banco Interamericano de Desarrollo con diplomacia técnica, pero sin rodeos: sin una estrategia clara, sin condiciones básicas garantizadas, sin un marco ético que ponga límites y prioridades, el despliegue de IA en las aulas puede acabar reforzando las mismas desigualdades que promete combatir. O, dicho de otro modo: es hora de dejar el entusiasmo para las notas de prensa y empezar a hablar de política pública.

 La tecnología no es un fin en sí mismo

El primer principio que plantea el BID parece de sentido común, pero no lo ha sido en las últimas décadas: la tecnología debe servir a objetivos educativos reales, no convertirse en el objetivo. La inteligencia artificial no mejora la comprensión lectora ni reduce el abandono escolar por el simple hecho de estar presente. Es una herramienta, no una varita mágica. ¿Para qué queremos IA en las aulas? ¿Para quién? ¿Con qué resultados esperados? Si estas preguntas no tienen respuesta, cualquier implementación será poco más que un ejercicio de prestidigitación tecnológica.

El informe insiste, con acento casi pedagógico, en un concepto fundamental: toda iniciativa debe partir de una teoría del cambio. No basta con hacer, hay que saber por qué se hace, qué se espera que ocurra y cómo se medirá el impacto. Si no, la IA puede convertirse en lo que tantas veces hemos visto en la región: una novedad estética que no toca la raíz de los problemas.

Cinco condiciones habilitantes

Para que la IA tenga un impacto positivo y sostenible, el BID propone cinco condiciones básicas que deben estar presentes en cualquier estrategia de transformación digital educativa:

Dispositivos adecuados. Punto de partida: no todos tienen computadora. El 94% de los estudiantes del quintil más rico la tiene en casa. En el quintil más pobre, apenas uno de cada tres. La brecha es tan evidente que ya ni siquiera indigna: se ha naturalizado. Pero sigue ahí. Y si la IA se implementa sin corregir esa desigualdad, servirá —como otras veces— para que los que ya estaban bien estén un poco mejor.

Conectividad significativa. No cualquier conexión vale. El informe evita eufemismos: hace falta una red que funcione, que aguante una clase entera navegando al mismo tiempo y que no se caiga cuando empieza el video. Para que la IA funcione, hay que empezar por el cableado.

Contenidos digitales pertinentes. Aquí se juega buena parte de la partida. Los algoritmos, por muy inteligentes que sean, necesitan alimento. Y no cualquier contenido vale: debe estar alineado con el currículo, hablar el idioma del contexto y tener algo que decir más allá del entretenimiento interactivo. La IA no puede convertirse en una sucesión de ejercicios vacíos o en un catálogo de PowerPoints animados.

Competencias docentes. Ninguna tecnología funciona sin alguien que sepa usarla. Pero esto va más allá del “curso de capacitación”. El docente tiene que entender por qué usar IA, cuándo hacerlo y, sobre todo, cuándo no. El informe lo dice sin rodeos: los maestros no deben ser técnicos de aula, sino mediadores críticos. Porque si no hay cambio en la práctica docente, no hay transformación que valga.

Gobernanza y seguimiento. Último punto, pero no menos importante: esto tiene que estar gobernado. Nada de proyectos que empiezan un lunes y terminan al final del presupuesto. Se necesita una estrategia de país, con instituciones que acompañen, evalúen y corrijan. Porque si algo ha fallado antes, no ha sido la tecnología. Ha sido la política (o más bien la ausencia de esta).

Diseño con teoría de cambio

En el centro de toda intervención tecnológica debería haber una pregunta sencilla: ¿para qué? No basta con incorporar inteligencia artificial al aula si no se tiene claro qué se espera de ella. El BID plantea que cualquier programa debería partir de una teoría de cambio: una idea estructurada sobre cómo una herramienta determinada puede contribuir a resolver un problema concreto.

Eso implica ir más allá de las buenas intenciones. Significa definir objetivos, establecer indicadores y prever mecanismos de seguimiento. Es, en cierto modo, una invitación a pensar antes de actuar, algo menos frecuente de lo que parece en el campo de las políticas educativas.

Diseñar con una teoría de cambio también obliga a considerar las condiciones reales en las que esa tecnología va a operar. No es lo mismo implementar una plataforma digital en un entorno urbano con conectividad estable que en una zona rural con cortes diarios de electricidad. Tampoco es lo mismo trabajar con docentes que ven la IA como un aliado que con quienes la perciben como una amenaza a su rol.

Además, este enfoque ayuda a evitar errores conocidos: pilotos que se eternizan sin escalarse, intervenciones que se expanden sin evidencia de impacto. El BID subraya que la tecnología, para ser útil, debe integrarse en un proceso más amplio de transformación educativa, donde los aprendizajes estén en el centro, junto con la equidad y la eficiencia.

Política pública: el gran diferenciador

La inteligencia artificial, por sí sola, no cambia la educación. Lo que marca la diferencia son las decisiones políticas: cuándo se adopta una tecnología, con qué fines, bajo qué condiciones. Esa es una de las ideas centrales del informe del BID. El impacto no depende tanto de la herramienta como de la forma en que los sistemas educativos saben (o no saben) usarla con sentido.

La comparación internacional resulta elocuente. Países como Vietnam o Turquía, con presupuestos educativos parecidos a los de muchos países latinoamericanos, obtienen mejores resultados en evaluaciones como PISA. No se trata, entonces, de cuánto se gasta, sino de cómo se gestiona. Planificación de largo plazo, continuidad en las políticas, formación docente coherente, mecanismos de evaluación que funcionan. En esos contextos, la tecnología no llega como una solución mágica, sino como un recurso para alcanzar objetivos definidos. Una herramienta, no una consigna.

O la región aprende de sus errores o la IA será otro capítulo más en la larga novela de promesas tecnológicas incumplidas.

Lecciones clave para América Latina

El informe del BID no propone grandes revelaciones, sino recordatorios incómodos. Si América Latina quiere aprovechar el potencial de la inteligencia artificial en educación, hay algunas lecciones que convendría no volver a ignorar.

No invertir solo en hardware

La historia es conocida. Se reparten dispositivos, se celebra la innovación, y al cabo de un tiempo, los portátiles acaban olvidados en estanterías o bloqueados por falta de conectividad. El caso del One Laptop Per Child (OLPC) dejó claro que sin contenidos adecuados, sin docentes preparados, sin una estrategia detrás, el equipamiento por sí solo no transforma nada. Invertir en tecnología implica invertir también en el ecosistema que la hace viable.

Priorizar la equidad digital

La IA, como cualquier tecnología, no es neutral. Puede cerrar brechas o ensancharlas, según cómo y dónde se implemente. Si se despliega sin considerar las desigualdades existentes, beneficiará a quienes ya tienen más. El informe subraya la necesidad de políticas públicas que pongan el foco en la inclusión: acceso real a conectividad, materiales pertinentes y apoyo donde más se necesita. No se trata de universalizar el acceso a la tecnología, sino de garantizar que esa tecnología sirva a todos.

Capacitar a los docentes como mediadores tecnológicos

El aula sigue girando en torno al maestro. Y eso no cambiará por más sofisticados que sean los algoritmos. La IA no sustituye al docente, pero puede reforzar su trabajo si este sabe cómo integrarla. No basta con talleres puntuales o manuales de uso: se necesitan programas que trabajen el saber pedagógico, el dominio de la materia y las competencias digitales. Es, en definitiva, una tarea más lenta y menos vistosa que repartir dispositivos, pero también más decisiva.

Riesgos si no se actúa con visión

La inteligencia artificial ofrece posibilidades inéditas, pero también plantea peligros previsibles si se integra sin un marco claro. Como advierte el BID, los errores del pasado pueden repetirse, y esta vez con efectos más profundos.

Brechas que se agrandan

La IA podría acentuar desigualdades ya existentes. Los estudiantes con mejores condiciones de acceso seguirán avanzando, mientras otros quedan rezagados. Sin medidas deliberadas de inclusión, la brecha digital se convertirá en una brecha de oportunidades.

Sesgos automatizados

Los algoritmos no son neutrales. Si se alimentan de datos sesgados, pueden reforzar estereotipos o penalizar a quienes más apoyo necesitan. Sin mecanismos de control, la desigualdad se vuelve parte del sistema.

Mercado sin frenos

El riesgo no es solo técnico, sino político. Si la IA educativa queda en manos de empresas sin regulación, funciones clave como la evaluación o la tutoría podrían depender de intereses comerciales más que pedagógicos.

La necesidad de reglas claras

Evitar estos escenarios implica establecer marcos éticos y normativos que protejan derechos, definan estándares y garanticen transparencia. La tecnología debe estar al servicio de la educación, no al revés.

Aún estamos a tiempo

La inteligencia artificial es la última de una larga serie de promesas tecnológicas aplicadas a la educación. Como otras antes, llega acompañada de expectativas, entusiasmo y discursos optimistas. Pero si algo ha quedado claro en la historia reciente de América Latina es que la tecnología, por sí sola, no arregla nada.

La diferencia la hacen las políticas públicas: cómo se decide implementar una herramienta, con qué objetivos, bajo qué condiciones. Sin formación docente, sin equidad en el acceso, sin una visión pedagógica clara, la IA corre el riesgo de convertirse en una versión más sofisticada de errores ya cometidos.

El informe del BID no ofrece soluciones mágicas, pero sí una advertencia razonada: cualquier transformación digital real debe empezar por las personas, no por las plataformas. Debe mirar al aula antes que al algoritmo. Y debe sostenerse en el tiempo, más allá del ciclo político o del lanzamiento de turno.

La IA no redimirá a la tecnología. Pero puede, si se hace bien, ayudarnos a cumplir una promesa que lleva demasiado tiempo pendiente: una educación pública de calidad, para todos.

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