Ciudadanía digital: claves para una educación a la altura del siglo XXI

La expansión acelerada de la tecnología ha convertido el entorno digital en un componente estructural de la infancia. Los organismos internacionales y los padres lo intuimos, y la academia lo confirma: la alfabetización tradicional ya no basta. Es necesario formar en competencias que permitan a niños y niñas desenvolverse en ecosistemas complejos, mediados por algoritmos y plataformas globales. Este texto analiza las claves para una educación capaz de responder a estos desafíos.

Ciudadanía digital: claves para una educación a la altura del siglo XXI

Observatorio ProFuturoLa presencia de la tecnología en la vida cotidiana de niños y adolescentes ha dejado de ser una novedad para convertirse en un elemento estructural de su desarrollo. Las plataformas digitales, los dispositivos inteligentes, las redes sociales y, más recientemente, la inteligencia artificial generativa han configurado un ecosistema con el que la infancia interactúa a diario, muchas veces sin contar con las herramientas necesarias para comprender su funcionamiento.

Varios organismos internacionales, como UNESCO, UNICEF, la Unión Europea o la OCDE, coinciden en que esta transformación exige una respuesta educativa ambiciosa y sostenida, capaz de preparar a las nuevas generaciones para un entorno digital en el que las oportunidades conviven estrechamente con los riesgos.

En los últimos años, distintos organismos internacionales han analizado el crecimiento y la diversificación del ecosistema digital en la infancia. El informe Digital Global Overview 2024 estima que más de 5.000 millones de personas utilizan internet en el mundo, cerca del 65 % de la población global.

Aunque la cifra exacta de menores conectados varía según regiones y metodologías, estudios recientes de UNICEF y la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU) muestran que la mayoría de niñas, niños y adolescentes de países de ingresos medios y altos accede a internet de forma habitual, a menudo desde dispositivos propios y en contextos de creciente autonomía. En España, por ejemplo, el estudio Infancia, Adolescencia y Bienestar Digital 2025 señala que más del 90 % de los adolescentes participa activamente en al menos una red social y que una gran mayoría dispone de teléfono móvil antes de cumplir los 13 años.

Esta realidad convive con un fenómeno global opuesto: la persistencia de brechas significativas. Según UNICEF y la ITU, dos tercios de los menores en el mundo, unos 2.200 millones de niños y niñas, no disponen de conexión a internet en casa, lo que limita profundamente sus oportunidades de aprendizaje, participación y acceso a información fiable.

Esta dualidad, hiperconexión para unos, desconexión estructural para otros, define hoy la relación entre infancia y tecnología. La conectividad ya no es un lujo, pero tampoco está distribuida de forma equitativa. Lo que sí está claro es que, donde hay acceso, este se vuelve cada vez más personal, más temprano y menos supervisado; y donde no lo hay, se profundizan desigualdades educativas y sociales que marcan las trayectorias vitales de millones de niños.

La infancia hiperconectada: un fenómeno ampliamente documentado

La investigación internacional coincide en señalar que el uso temprano, intensivo y personalizado de la tecnología ha transformado profundamente la experiencia infantil. Estudios como el EU Kids Online 2023 muestran que los niños acceden a internet no solo a edades más tempranas, sino desde dispositivos más personales, con mayor autonomía y en contextos cada vez menos supervisados.

La llamada “cultura del dormitorio conectado” ha sido ampliamente analizada desde la sociología de la infancia: implica una relación más íntima con la tecnología y una disminución del control adulto, lo que multiplica la exposición a contenidos, interacciones y algoritmos cuyo funcionamiento no es evidente para los menores.

Diversos trabajos académicos, como los realizados por Sonia Livingstone y el consorcio EU Kids Online desde la London School of Economics, han puesto de relieve que la conectividad no es en sí misma perjudicial. Lo que genera desigualdades es la falta de preparación para enfrentarse a los riesgos y aprovechar las oportunidades del entorno digital. La brecha ya no es únicamente de acceso, sino de capacidades digitales, entendidas como la combinación de conocimientos, actitudes y habilidades necesarias para habitar el espacio digital de forma consciente.

Entre los riesgos más señalados por la literatura científica se encuentran la exposición a contenidos inapropiados, el ciberacoso, la pérdida de privacidad, la difusión no consentida de imágenes, la desinformación, las dinámicas de presión social y los efectos en el bienestar emocional derivados de la comparación constante. Todo ello se ve amplificado por diseños algorítmicos que priorizan la viralidad, la interacción rápida o la permanencia en la plataforma.

El consenso académico es claro: el principal factor de vulnerabilidad no es la tecnología en sí misma, sino la ausencia de un marco educativo que enseñe a comprenderla y gestionarla.

La competencia digital como nueva alfabetización del siglo XXI

Ante esta realidad, diversos organismos han redefinido qué deben aprender los ciudadanos para desenvolverse en un mundo digital. La Unión Europea ha presentado recientemente DigComp 3.0 (2025), una actualización de gran calado en su Marco de Competencia Digital. Este nuevo marco refleja con mayor fidelidad la complejidad del ecosistema digital actual, ampliando las competencias ciudadanas necesarias para desenvolverse en él.

DigComp 3.0 aborda no solo la alfabetización informacional, sino también la comprensión crítica de la tecnología, la interacción ética, la cocreación de contenidos, la gestión avanzada de la privacidad, la gobernanza de datos y la interpretación de los sistemas algorítmicos. Insiste, además, en la importancia del bienestar digital, incorporando dimensiones relacionadas con la salud emocional, el equilibrio en el uso de pantallas y la capacidad de gestionar la propia vida digital de manera saludable.

El énfasis del nuevo DigComp en la transparencia algorítmica y en la interpretación de modelos de inteligencia artificial responde a un punto de consenso ampliamente documentado por instituciones como la OCDE, UNICEF o el Oxford Internet Institute: los menores deben aprender no solo a consumir contenido digital, sino a comprender las lógicas que organizan su circulación y los sistemas que lo generan. La inteligencia artificial generativa, capaz de producir imágenes, textos y sonidos altamente verosímiles, exige alfabetizaciones nuevas para reconocer manipulaciones plausibles, distinguir contenido sintético y evaluar la fiabilidad de lo que circula en redes.

Esta perspectiva dialoga de forma directa con las orientaciones de la UNESCO en materia de ciudadanía digital y alfabetización mediática e informacional (MIL), que conciben la educación digital como una combinación de pensamiento crítico, ética, creatividad y comprensión de los entornos tecnológicos. La competencia digital, desde esta mirada, no es un accesorio pedagógico, sino una condición estructural para participar plenamente en sociedades cada vez más mediadas por la tecnología.

El consenso académico es claro: el principal factor de vulnerabilidad no es la tecnología en sí misma, sino la ausencia de un marco educativo que enseñe a comprenderla y gestionarla.

El papel insustituible del profesorado

La literatura pedagógica coincide en destacar que el profesorado es un mediador clave en la construcción de ciudadanía digital. Estudios de la OCDE, así como investigaciones de Neil Selwyn, subrayan que la escuela es el espacio donde se puede garantizar que todos los niños, independientemente de su contexto socioeconómico, reciban una educación digital integral y progresiva. La introducción de tecnología en el aula no es suficiente: los estudiantes necesitan marcos interpretativos que les permitan comprender cómo funciona el entorno digital y cómo pueden relacionarse con él de forma segura y ética.

Más allá de enseñar contenidos técnicos, el profesorado acompaña, contextualiza y fomenta el pensamiento crítico. Los estudiantes esperan orientación para interpretar las normas (explícitas e implícitas) de las redes sociales, comprender las consecuencias de sus acciones en línea, evaluar la información que consumen y gestionar su identidad digital. La escuela, entendida como comunidad, ofrece un espacio protegido para explorar estas cuestiones, dialogar sobre experiencias reales, plantear dilemas éticos e integrar la reflexión en proyectos donde la creatividad digital se combina con el análisis.

Uso crítico de la tecnología: entender para poder decidir

Numerosas investigaciones en alfabetización mediática, entre ellas las de Renee Hobbs y Paul Mihailidis, coinciden en que el pensamiento crítico es la base de la educación digital contemporánea. En un entorno donde la velocidad, la abundancia y la manipulación son rasgos estructurales, la capacidad de análisis se convierte en una herramienta indispensable para la autonomía.

Los menores pueden desenvolverse con soltura técnica, pero eso no garantiza que puedan identificar publicidad encubierta, reconocer desinformación o comprender cómo los algoritmos personalizan la información que reciben. Educar en el uso crítico implica enseñar a hacerse preguntas, desacelerar ante estímulos constantes, rastrear fuentes, contrastar evidencias y comprender que no toda visibilidad equivale a veracidad. La creación de contenidos propios (textos, vídeos, presentaciones digitales) ayuda también a desarrollar esta competencia, porque permite a los estudiantes experimentar de primera mano los procesos de edición, selección y construcción narrativa.

Uso seguro de la tecnología: cuidar datos, emociones e identidades

La seguridad digital es un campo cada vez más estudiado desde la ciberpsicología y la educación. Investigadores como Sameer Hinduja o Justin Patchin han demostrado que la prevención del ciberacoso y de otros riesgos digitales requiere algo más que pautas técnicas: exige espacios de diálogo donde los niños puedan compartir inquietudes, aprender a identificar situaciones de riesgo y desarrollar estrategias de apoyo mutuo.

El acceso temprano a redes y plataformas ha incrementado la exposición a amenazas como la suplantación de identidad, la extorsión, la captación por parte de adultos con fines ilícitos o la difusión no consentida de imágenes. Pero las investigaciones muestran también que los menores que cuentan con un entorno educativo que promueve el pensamiento crítico, la confianza y la comunicación abierta están mejor preparados para detectar y gestionar estas situaciones. La educación para la seguridad digital debe, por tanto, integrar la dimensión emocional, social y ética, y no limitarse a la configuración de dispositivos.

Uso responsable de la tecnología: ética, convivencia y huella digital

La responsabilidad digital es un tema central en los marcos internacionales sobre ciudadanía digital. Tanto UNESCO como Common Sense Education subrayan que la vida en línea no suspende las normas de convivencia que rigen la vida fuera de la pantalla. El respeto, la empatía, la escucha y la consideración hacia los demás siguen siendo esenciales, aunque la interacción sea mediada por tecnologías.

Los menores deben aprender que sus acciones en internet dejan una huella que contribuye a su identidad digital y puede tener consecuencias sociales o emocionales a largo plazo. Educar en responsabilidad implica reflexionar sobre los efectos de nuestras acciones, sobre cómo queremos participar en comunidades digitales y sobre qué principios éticos queremos que guíen nuestra presencia en línea. También supone promover una visión positiva de la participación digital: no solo evitar el daño, sino contribuir al bien común en espacios digitales que, pese a su complejidad, pueden ser también escenarios de cooperación, creatividad y ciudadanía activa.

Una oportunidad educativa de alcance global

Como acabamos de ver en este artículo la educación para una ciudadanía digital crítica, segura y responsable es una necesidad respaldada por la investigación científica y por los organismos internacionales que analizan la relación entre infancia y tecnología. La tecnología seguirá transformando la vida social, económica y cultural y la educación debe transformarse también para garantizar que esa evolución no deje a nadie atrás.

Invertir en competencias digitales no es formar expertos en tecnología, sino ciudadanos capaces de comprenderla, utilizarla con criterio y participar en la sociedad digital de manera ética y autónoma. Acompañar a la infancia en este camino es una tarea colectiva que requiere la implicación de escuelas, familias, instituciones públicas y organizaciones sociales. Es, además, una oportunidad histórica para construir un futuro donde lo digital sea un espacio seguro, inclusivo y enriquecedor para todas las personas.

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