Hay quienes crecen rodeados de libros y quienes nunca han sostenido uno entre las manos. Mientras los estímulos digitales se multiplican y el conocimiento parece estar a un clic de distancia, más de 763 millones de personas siguen sin saber leer ni escribir. Entre ellas, 250 millones son niños y niñas.
Y, aunque la alfabetización avanza, la comprensión lectora sigue siendo una barrera silenciosa: según la UNESCO, más de 617 millones de menores no alcanzan los niveles básicos de lectura. No se trata solo de tener acceso a los libros; muchas veces, incluso cuando están ahí, el vínculo con la lectura se diluye. En la adolescencia, ese lazo se rompe con facilidad: en España, casi la mitad de los jóvenes reconoce haberse alejado de los libros entre los 12 y los 18 años.
A este panorama se suma un fenómeno con el que convivimos a diario: la sobrecarga de estímulos digitales. Los más jóvenes pasan más de ocho horas al día frente a las pantallas, muchas veces consumiendo contenido de forma fragmentada, sin espacio para la lectura reflexiva ni para el pensamiento complejo. Así, mientras la lectura exige atención, profundidad y conexión con las ideas, lo digital invita a la velocidad, la distracción y el olvido.
Pero, ¿y si lo digital no fuera enemigo, sino aliado? ¿Y si las herramientas tecnológicas pudieran ayudarnos no solo a enseñar a leer, sino también a comprender, reflexionar y crear? Este artículo parte de esa premisa: explorar cómo la tecnología, bien usada y bien guiada, puede acompañar a niñas, niños y adolescentes en su camino lector. Desde el acceso a los libros hasta el desarrollo del pensamiento crítico, proponemos una mirada renovada que convierte a lo digital en un puente y no en un muro. Porque leer sigue siendo esencial. Y hoy, más que nunca, también puede ser digital.
Primer paso: alfabetizar en lo digital
En el siglo XXI, leer ya no es solo una cuestión de letras. En la era digital, comprender un texto implica navegar por entornos virtuales, filtrar información y conectar múltiples fuentes. Por eso, la alfabetización digital es hoy una condición básica para el acceso pleno a la lectura y, en última instancia, para el desarrollo del pensamiento crítico.
Las barreras, sin embargo, siguen siendo importantes: 250 millones de niños no alcanzan los niveles mínimos de alfabetización, y millones más crecen sin acceso a dispositivos adecuados, sin conectividad estable y sin docentes formados en competencias digitales. Superar estas barreras exige más que buena voluntad: requiere estrategias claras, sostenidas y contextualizadas.
Claves para una alfabetización digital efectiva
- Análisis de contexto: Diagnosticar el punto de partida es esencial. ¿Con qué recursos tecnológicos se cuenta actualmente? ¿Qué dominio tienen los estudiantes? ¿Qué contenidos son cultural y lingüísticamente pertinentes?
- Encaje curricular: La tecnología debe integrarse en los objetivos pedagógicos, no usarse como accesorio. Esto implica definir metas claras de aprendizaje digital desde edades tempranas.
- Formación docente: Los profesores deben contar con herramientas, tiempo y acompañamiento para adaptar sus clases. No se trata solo de usar plataformas, sino de crear experiencias lectoras enriquecidas con tecnología.
- Evaluación continua: Es clave contar con sistemas que permitan seguir el progreso, detectar dificultades y adaptar las estrategias.
Tres modelos que marcan la diferencia
Algunos proyectos ya están mostrando caminos posibles para cerrar la brecha. Worldreader, por ejemplo, ha desarrollado una biblioteca digital con cerca de 6.000 títulos en 52 idiomas. Su modelo se adapta a contextos de baja conectividad y dispositivos sencillos, como móviles básicos o e-readers. Desde su creación en 2010, ha alcanzado a más de 21 millones de personas en más de 100 países, especialmente en África, Asia y América Latina. La clave de su impacto reside en una combinación de contenidos localizados, formación docente y seguimiento del uso.
En Asia, la Fundación Asia impulsa Let’s Read, una plataforma gratuita que busca llenar un vacío que el mercado editorial ha dejado de lado: la publicación de libros en lenguas como el nepalí, khmer o bengalí. Mediante herramientas de traducción comunitaria y edición colaborativa, han creado una biblioteca viva en más de 50 idiomas asiáticos. Gracias a este esfuerzo, miles de niños y niñas pueden acceder a cuentos ilustrados en su lengua materna, lo que fortalece tanto la comprensión como el vínculo emocional con la lectura.
En España, Odilo ha sido definida como el “Netflix de la educación”. Esta plataforma utiliza inteligencia artificial para adaptar las lecturas al nivel, los intereses y el ritmo de cada lector. Su catálogo supera los tres millones de títulos entre libros, audiolibros, revistas y contenidos interactivos, en 40 idiomas. Además, permite a docentes y familias seguir de cerca el progreso lector, identificar bloqueos y ofrecer acompañamiento personalizado. Sus rutas de lectura, los ejercicios de comprensión y la gamificación buscan mantener alta la motivación y el hábito lector.
Según datos de la Real Academia Española y Fundéu, el vocabulario cotidiano de un joven promedio apenas supera las 240 palabras, frente a las cerca de 23.000 que usó Cervantes en El Quijote.
Entender lo que leemos
Cada día leemos cientos, a veces miles, de palabras: titulares, emails, mensajes, tuits, notificaciones… Pero, ¿cuántos de esos textos nos invitan a pensar, a cuestionar, a construir una opinión propia? La comprensión lectora —esa capacidad de interpretar, analizar y reflexionar sobre un texto— no es un acto reflejo. Es una habilidad que se entrena, que exige esfuerzo, y que hoy se ve amenazada por el ritmo vertiginoso de la vida digital. Nos hemos acostumbrado a fragmentos, a titulares, a la inmediatez. Pero leer bien, leer en serio, requiere tiempo y voluntad. Y eso, hoy en día, es poco frecuente.
Frente a este desafío, la tecnología no debe ser vista como enemiga, sino como aliada. Lo importante no es cuánto se usa, sino cómo. En las aulas, algunos docentes ya están reimaginando la lectura con las herramientas que los propios jóvenes utilizan a diario.
Spotify, por ejemplo, se ha convertido en un recurso pedagógico inesperado. Profesores invitan a los estudiantes a crear listas de reproducción inspiradas en obras literarias, usando la música para interpretar emociones, personajes y tramas. El resultado es una lectura más sensorial, más cercana, más crítica.
También ganan terreno propuestas como el booktrailer, donde los alumnos sintetizan un libro en formato audiovisual: seleccionan escenas clave, interpretan personajes, elaboran juicios. Al hacerlo, no solo demuestran comprensión, sino que se convierten en creadores activos de sentido.
Incluso plataformas como Canva, habitualmente empleada para el diseño gráfico, incorpora ejercicios específicamente diseñados para que los estudiantes aprendan a formular preguntas críticas sobre los textos. Estos ejercicios van más allá del “qué pasó” para centrarse en el “por qué” y en el “qué pasaría si…”, fortaleciendo así la habilidad de interpretación y cuestionamiento que está en el corazón de la comprensión lectora.
Parece pues que leer en profundidad sigue siendo posible, pero requiere nuevas estrategias. La clave no es volver al pasado, sino aprovechar el presente. Leer —con los ojos, con la mente, con el corazón— sigue siendo una herramienta poderosa. Solo hay que encontrar nuevas formas de usarla.
Tecnología para reconectar con el gusto por leer
Algo pasa con la lectura cuando entramos en la adolescencia. Según el Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España 2023, entre los 14 y los 18 años, el hábito lector sufre una caída drástica: casi la mitad de los jóvenes admite haber perdido el interés por leer en esta etapa clave.
Las razones de esta caída son variadas, pero una aparece con claridad en distintos estudios: para muchos adolescentes, la escuela no fomenta, sino que desmotiva la lectura. Obligados a leer libros que sienten ajenos y desconectados de sus intereses, los jóvenes empiezan a asociar la lectura con aburrimiento y obligación, y no con placer ni descubrimiento
Sin embargo, no todo está perdido. La misma cultura digital que compite por su atención puede ser la puerta de entrada a una nueva relación con la lectura. TikTok, YouTube e Instagram —plataformas nativas de esta generación— están sirviendo como vehículos inesperados para recuperar el vínculo perdido con los libros.
Los booktubers y booktokers, por ejemplo, han logrado lo que muchos manuales no: hablar de literatura en un lenguaje cercano, emocional y apasionado. Estos creadores de contenido recomiendan libros, comparten reseñas y abren debates con miles de jóvenes que descubren que leer también puede ser una experiencia social y entretenida.
Los clubes de lectura online funcionan en la misma línea: crean comunidades donde los jóvenes eligen qué leer y discuten libremente, sin el peso de la nota o el examen. Allí, la lectura se convierte en conversación, en identidad compartida, en terreno de juego crítico.
La tecnología también ofrece un espacio para que los adolescentes dejen de ser solo lectores y se conviertan en creadores. Plataformas de autopublicación y escritura colaborativa permiten escribir sus propias historias, leer a otros jóvenes y construir redes literarias. A eso se suman los encuentros virtuales con autores, donde la distancia entre el texto y quien lo escribió se reduce a una videollamada, y la literatura adquiere rostro, voz y emoción.
Lo digital, bien enfocado, puede ser mucho más que distracción: puede ser un puente. Un puente para volver a leer no por deber, sino por deseo. Para recordar —o descubrir— que las palabras también pueden encender, conmover, transformar.
Leer para pensar
Leer no es solo una habilidad académica ni una forma de entretenimiento. Es, ante todo, un acto social y político. Quien lee con profundidad no solo accede a información: aprende a pensar, a cuestionar, a ponerse en el lugar del otro. La lectura activa el pensamiento crítico, expande el lenguaje y desarrolla la empatía, habilidades esenciales para participar en una sociedad plural y compleja.
Un ciudadano lector es alguien menos proclive a aceptar verdades impuestas o soluciones simplistas. Alguien que duda, que compara, que busca entender antes de opinar. Por eso, leer bien —leer en serio— es uno de los pilares de una democracia saludable.
Pero cuando el hábito lector se reduce o se limita a lo superficial, las consecuencias no tardan en aparecer. El empobrecimiento del lenguaje es un síntoma visible. Según datos de la Real Academia Española y Fundéu, el vocabulario cotidiano de un joven promedio apenas supera las 240 palabras, frente a las cerca de 23.000 que usó Cervantes en El Quijote. Y no se trata de nostalgia lingüística: sin palabras suficientes, el pensamiento se estrecha. No se puede reflexionar sobre lo que no se puede nombrar.
El impacto de esta pobreza léxica y cognitiva va más allá del aula. Sociedades con bajo nivel de comprensión lectora son más vulnerables a la desinformación, al discurso de odio y a los populismos. Sin capacidad para analizar y contrastar fuentes, los ciudadanos se exponen a la manipulación y a la polarización del debate público.
Aquí, la tecnología vuelve a entrar en escena como una aliada potencial. Las plataformas digitales, si se utilizan con criterio pedagógico, pueden ayudar a cultivar lectores capaces de analizar y contrastar fuentes, identificar noticias falsas y construir argumentos fundamentados. Por ejemplo, aplicaciones que invitan a los jóvenes a escribir y publicar sus propias historias o artículos les obligan a pensar cuidadosamente en el lenguaje que utilizan, en cómo se expresan y en cómo justifican sus ideas. Además, webinars interactivos con expertos y autores permiten a los estudiantes confrontar sus propias perspectivas con voces autorizadas, generando aprendizajes significativos y profundizando en el desarrollo del pensamiento crítico.
Del mismo modo, las bibliotecas digitales y las herramientas de recomendación basadas en inteligencia artificial pueden acercar a los estudiantes a lecturas que desafíen su pensamiento, los saquen de su zona de confort y amplíen sus horizontes culturales y sociales. La clave no está solo en la cantidad, sino en la calidad de lo que se lee y en cómo se aborda la lectura.
En definitiva, no se trata solo de leer más, sino de leer mejor. Y de hacerlo con la intención de formar ciudadanos capaces de pensar con rigor, sentir con empatía y actuar con responsabilidad en la vida pública.
Leer más y leer mejor
La tecnología ofrece un puente único para reconstruir el hábito lector en una generación acostumbrada a lo digital. Pero ese puente solo será efectivo si evitamos caer en un uso superficial o meramente instrumental de lo digital.
Necesitamos un enfoque pedagógico que promueva la lectura profunda, pausada y reflexiva. No se trata solo de formar personas que lean más, sino de fomentar individuos que lean mejor, con más empatía y mayor capacidad crítica.
Porque la tecnología no es el destino, sino una herramienta. Usémosla con sentido y creatividad para que nos ayude a construir comunidades lectoras comprometidas, capaces de sostener el pensamiento crítico y la transformación social en plena era digital.