¿Cuál es su diagnóstico general sobre el estado actual de la educación en América Latina y el Caribe?
El panorama educativo de América Latina y el Caribe es preocupante y, al mismo tiempo, complejo. Estamos frente a una región que ha experimentado avances importantes en términos de acceso a la educación, pero que sigue presentando enormes brechas en calidad, equidad y pertinencia. Desde SUMMA trabajamos con más de 21 ministerios de educación de la región, lo que nos permite tener una visión amplia y a la vez detallada. Lo que observamos es una educación que, en muchos casos, no está garantizando los derechos fundamentales de los niños, ni contribuyendo suficientemente al desarrollo de sociedades democráticas, cohesionadas y equitativas.
Si nos remontamos a las últimas dos décadas, notamos una etapa de progreso entre 2003 y 2013, con mejoras económicas, democráticas y sociales que se tradujeron en ciertos avances educativos. Sin embargo, desde 2013, entramos en una etapa de estancamiento o incluso regresión. En el plano político, los índices de democracia han caído; en lo económico, el crecimiento ha sido lento; y en lo social, la pobreza ha vuelto a aumentar en varios países. Esta realidad tiene un efecto directo en la educación: menos recursos, menor prioridad en las agendas nacionales y más tensiones sociales que afectan el ecosistema escolar.
A esto se suma la baja inversión en educación en muchos países. Durante la pandemia, por ejemplo, vimos cómo la prioridad del gasto público se desplazó hacia salud y protección social, lo cual era entendible en ese contexto, pero también puso en evidencia que la educación sigue sin ser vista como un pilar inamovible del desarrollo. Esta fragilidad institucional en torno a la educación debe preocuparnos, porque impide generar políticas sostenidas y sostenibles en el tiempo.
¿Cuáles diría usted que son los principales desafíos estructurales del sistema educativo?
Existen muchos, pero quiero centrarme en tres ejes: desigualdad, sentido de la educación y núcleo pedagógico. En primer lugar, la desigualdad es brutal. No solo es una cuestión de ingresos, sino de acceso y calidad educativa para ciertos grupos: niños privados de libertad, estudiantes con discapacidad, poblaciones rurales e indígenas, migrantes, niñas y adolescentes expuestas a embarazos tempranos, y personas LGBTI. Estas poblaciones están sistemáticamente rezagadas. Y aún cuando acceden a la educación, rara vez esta responde a sus necesidades reales.
En segundo lugar, hay una crisis de sentido. Muchos jóvenes, especialmente en secundaria, no encuentran en la escuela una propuesta de valor que compita con otras ofertas, como el narcotráfico o las pandillas. Si la escuela solo promete un futuro de salarios bajos, frente a alternativas que ofrecen ingresos inmediatos aunque riesgosos, es difícil que los adolescentes se mantengan motivados. En ese contexto, el abandono escolar no es simplemente una decisión personal, sino una expresión estructural de un sistema que no logra conectar con los jóvenes.
Finalmente, el núcleo pedagógico está debilitado. Aunque se han adoptado currículos basados en competencias en muchos países, la realidad en el aula sigue siendo otra. Las prácticas pedagógicas son muchas veces obsoletas, memorísticas, descontextualizadas. Y la formación docente, tanto inicial como continua, está desalineada con los desafíos actuales. Muchos docentes no han tenido una formación sólida en pedagogía, y mucho menos en inclusión o en el uso de tecnologías educativas. Es fundamental repensar todo el ecosistema de apoyo al docente.
Usted ha mencionado varias veces el concepto de «núcleo pedagógico». ¿Podría profundizar en qué consiste y cuál es su importancia?
Claro. En SUMMA adoptamos y ampliamos la definición de Richard Elmore sobre el núcleo pedagógico, que se basa en la interacción entre el docente, el estudiante y el contenido. Nosotros lo representamos como un triángulo compuesto por tres componentes: qué se enseña (el currículo), cómo se enseña (las prácticas pedagógicas) y cuánto se aprende (la evaluación). Este triángulo debe estar en equilibrio.
Ahora bien, la evidencia acumulada en las últimas décadas, tanto en América Latina como a nivel global, muestra que el factor más determinante para la mejora de los aprendizajes es el «cómo» se enseña. Es decir, las interacciones humanas significativas entre profesores y estudiantes. Prácticas como la metacognición, el aprendizaje colaborativo y la retroalimentación formativa tienen un impacto altísimo. Sin embargo, estos enfoques apenas se practican en nuestras aulas.
Por eso insistimos tanto en el acompañamiento pedagógico. No basta con capacitar a los docentes una vez y dejarlos solos. Es necesario un sistema permanente de acompañamiento, con visitas regulares, mentoría, espacios de reflexión pedagógica. El caso de Sobral, en Brasil, es ejemplar: allí el municipio logró mejorar radicalmente su desempeño educativo mediante una estrategia de acompañamiento pedagógico semanal y formación docente mensual. Esos modelos funcionan, pero requieren voluntad política y compromiso institucional.
Creo que estamos en una nueva etapa. La primera ola de tecnología educativa fue bastante limitada: lineal, poco personalizada, sin adaptabilidad real. Pero hoy, con el desarrollo de la inteligencia artificial, se abren oportunidades inmensas.
En ese marco, ¿cuál cree que es el rol de la tecnología en el mejoramiento educativo?
La tecnología tiene un rol fundamental, pero debe ser vista como un medio pedagógico, no como un fin en sí misma. En muchas ocasiones, se ha invertido millones en dotar de tablets o software a las escuelas sin una estrategia pedagógica clara. Es como poner la carreta delante de los bueyes. La tecnología puede amplificar buenas prácticas, pero no reemplaza la interacción humana ni suple deficiencias estructurales.
Dicho eso, creo que estamos en una nueva etapa. La primera ola de tecnología educativa fue bastante limitada: lineal, poco personalizada, sin adaptabilidad real. Pero hoy, con el desarrollo de la inteligencia artificial, se abren oportunidades inmensas. Las herramientas adaptativas pueden ayudar a personalizar el aprendizaje, ofrecer retroalimentación en tiempo real y apoyar a los docentes en su práctica. Esto resulta especialmente relevante para estudiantes que necesitan acompañamiento individualizado y para contextos donde el docente está solo frente a una gran diversidad de alumnos.
Además, la tecnología puede ser una herramienta poderosa para abordar los desafíos de la evaluación formativa. Hoy tenemos la posibilidad de implementar sistemas adaptativos que permitan conocer en tiempo real el avance de cada estudiante, ajustar la enseñanza y retroalimentar de manera oportuna. Eso puede ser revolucionario, especialmente en contextos de alta heterogeneidad.
Hablando de contextos diversos, usted ha abogado por una tecnología enfocada en poblaciones marginadas. ¿Podría explicarlo?
Absolutamente. Un error frecuente [que se comete a la hora de introducir la tecnología en educación] es pensar la tecnología solo para el sistema regular. Pero si uno suma todos los llamados «nichos» —niños en cárceles, en hospitales, con discapacidad, en zonas rurales remotas— se da cuenta de que no son tan nicho: representan un porcentaje significativo de la población. Es allí donde la tecnología puede marcar una diferencia radical.
Por ejemplo, muchos niños privados de libertad en América Latina se encuentran bajo custodia del Estado y sin acceso a educación. La IA podría permitir itinerarios personalizados de aprendizaje y procesos de reidentificación prosocial. Lo mismo para escuelas hospitalarias o comunidades bilingües en zonas andinas. A menudo somos poco creativos en pensar estos escenarios, y es allí donde hay mayor potencial de impacto.
La clave está en pensar programas flexibles, modulares, culturalmente pertinentes, que usen la tecnología no solo para transmitir contenidos, sino para generar vínculos, fortalecer identidades y abrir posibilidades de futuro. No podemos seguir pensando que la inclusión es un añadido. Debe ser el punto de partida.
¿Cómo evalúa la formación docente en relación al uso de tecnología?
Muy deficiente. Nosotros acabamos de revisar y rediseñar los currículos de formación inicial docente en diez países del Caribe, y encontramos que la formación en tecnología educativa es casi inexistente. A veces, por falta de recursos, hay que priorizar otros contenidos como el disciplinario o el prácticum, pero eso no es excusa para dejar de lado lo digital.
En cuanto a la formación continua, la situación es igualmente precaria. En muchos países, un docente es visitado pedagógicamente entre una y cuatro veces al año, y a veces ninguna. Están solos en el aula. La pandemia lo evidenció: a pesar de que se hablaba de los «nativos digitales», descubrimos que muchos niños no sabían ni abrir un archivo en Word. La brecha digital no es solo de acceso, es de uso y de sentido pedagógico.
Lo que necesitamos es una revolución en la formación docente. No basta con ofrecer cursitos sueltos. Se requiere un sistema articulado de desarrollo profesional continuo, con mentoría, trabajo colaborativo, recursos pedagógicos accesibles y uso inteligente de datos. La tecnología puede ser un aliado en esto, pero no puede ser un sustituto de una política seria de desarrollo docente.
¿Qué condiciones cree que deben cumplirse para lograr una verdadera transformación educativa?
Hay condiciones habilitantes clave. Primero, el financiamiento. No podemos pedir milagros a escuelas que no tienen electricidad ni agua potable. Segundo, el tiempo: tiempo para que los docentes planifiquen, se formen, se reúnan entre pares. Tercero, el uso de evidencia y datos. Muchos países no cuentan con sistemas de información educativa robustos, lo cual dificulta la toma de decisiones.
Y finalmente, la articulación con las políticas públicas. Desde SUMMA creemos que cualquier intervención educativa debe estar alineada con las prioridades de los gobiernos. Trabajamos desde adentro, no desde afuera. Es decir, no traemos programas empaquetados, sino que partimos de las necesidades del país y co-construimos soluciones con los ministerios. Esa es la manera de asegurar escalabilidad y sostenibilidad.
Para cerrar, ¿qué mensaje daría a quienes están diseñando programas educativos con tecnología en la región?
Les diría que piensen en las poblaciones más vulnerables primero, no último. Que consideren la tecnología como una herramienta al servicio del aprendizaje, no como una meta. Que apuesten por la calidad pedagógica, la formación docente continua, el acompañamiento permanente. Y sobre todo, que entiendan que los sistemas educativos no cambian por evidencia solamente, sino por decisiones políticas. Hay que saber dónde, cuándo y cómo incidir para que esa evidencia se transforme en política pública. Porque solo así podemos garantizar el derecho a la educación para todos y todas.