Vivimos un tiempo de cambios acelerados, en el que las instituciones tradicionales, incluida la escuela, intentan adaptarse a nuevas demandas sociales, tecnológicas y culturales. La transformación tecnológica avanza a gran velocidad, la desigualdad persiste con nuevas formas, los modelos de desarrollo muestran signos de agotamiento y las instituciones democráticas, en muchos contextos, enfrentan una creciente desconfianza ciudadana. En medio de este panorama, el sistema educativo sigue respondiendo con soluciones que a menudo se parecen demasiado a las de siempre.
La publicación Hacia una nueva educación. Ideas fuerza para guiar la transformación, editada por la OEI y coordinada por el sociólogo italiano Renato Opertti, parte de una premisa clara: ya no basta con reformar los sistemas educativos. El concepto de “reforma”, tan recurrente desde la década de 1980, ha operado en gran medida sobre lo existente: ajustes curriculares, incorporación progresiva de tecnologías, modificaciones institucionales parciales. Pero, como señala Opertti en la introducción del documento, los desafíos actuales demandan algo más profundo: una transformación que permita “cimentar nuevas bases civilizatorias” en lugar de limitarse a mejorar las ya existentes.
La distinción no es menor. Reformar es mejorar dentro de un marco. Transformar es cuestionar el marco mismo. Según esta visión, la educación no debe seguir funcionando como una respuesta reactiva a los problemas del entorno, sino como un espacio propositivo, capaz de contribuir activamente a la construcción de un nuevo contrato social, tal como lo plantean también UNESCO y otras organizaciones multilaterales.
Este contrato social renovado no consiste simplemente en ampliar derechos o distribuir mejor los recursos, aunque eso sea indispensable. Implica repensar para qué, cómo y con quién educamos, en función de una visión de desarrollo más justa, inclusiva y sostenible. La OEI lo expresa con claridad: la educación debe formar “seres libres y pensantes provistos de las voluntades, capacidades, oportunidades y espacios para que puedan ejercer y disfrutar del pensamiento autónomo, futurista, solidario, profundo y creativo”.
Frente a esta propuesta, los sistemas educativos iberoamericanos, cada uno con sus contextos y ritmos, enfrentan una pregunta común: ¿están organizados para acompañar esa transformación o siguen centrados en una lógica de adaptación? La publicación plantea que no es posible avanzar hacia el futuro con herramientas del pasado, ni formar ciudadanía democrática con dispositivos pedagógicos que privilegian la repetición sobre la comprensión o la estandarización por encima del juicio crítico.
Hacia una nueva educación es una invitación a pensar colectivamente, desde Iberoamérica y con sus particularidades, cómo pasar de la reforma a la transformación. Construir sobre lo valioso del pasado pero sin quedarse en él. Imaginar otros futuros posibles.
La educación como bien común
Una de las ideas que atraviesan la publicación de la OEI es que la educación ya no puede sostenerse únicamente en el principio de universalidad si no redefine también su sentido colectivo. La universalización del acceso, uno de los grandes logros del siglo XX, ha dejado de ser suficiente. En un escenario global marcado por la fragmentación política, el debilitamiento de los consensos y la pérdida de confianza en las instituciones, la educación corre el riesgo de convertirse en un mecanismo que reproduce desigualdades, más que en una herramienta para superarlas.
Renato Opertti plantea esta tensión con claridad. En su capítulo sobre la educación universal, advierte que la noción de universalismo está siendo desafiada por una combinación compleja de fenómenos: el auge de los particularismos identitarios, la desinformación, la erosión del pensamiento crítico y la deslegitimación de los saberes compartidos. Frente a ese panorama, el reto no es solo garantizar el acceso, sino también reconstruir el valor de lo común. De lo que se trata, dice, es de “reafirmar la noción de una educación universal como base insoslayable sobre la cual se aprecia y afianza la diversidad de identidades y credos.
En esa misma línea, Juan Manuel Moreno y Lucas Gortázar, autores del libro Educación universal. Por qué el proyecto más exitoso de la historia genera malestar y nuevas desigualdades, ofrecen una lectura provocadora que la OEI recoge en su publicación: la expansión de la educación no ha sido necesariamente un motor de cohesión democrática. Puede serlo, claro. Pero también puede derivar en credencialismo, competencia feroz y exclusión simbólica de quienes no logran “ascender” en la escalera meritocrática.
Cuando la educación se convierte en un bien posicional —es decir, cuando su valor depende de la distancia que permite tomar respecto a los demás— deja de ser un proyecto colectivo y se transforma en una carrera de obstáculos. “La educación universal se desdibuja cuando se convierte en un bien posicional más que en un bien común”, escriben Moreno y Gortázar. En estas condiciones, el acceso masivo no garantiza inclusión ni justicia. A veces, ni siquiera garantiza aprendizaje.
El sociólogo François Dubet y la investigadora Marie Duru-Bellat van un paso más allá. En un análisis citado en la misma publicación, afirman que el sistema escolar contemporáneo no solo reproduce desigualdades, sino que produce una estructura emocional dividida entre vencedores y vencidos. El éxito educativo se convierte en una forma de legitimación personal, mientras que el fracaso carga con el estigma del “mérito insuficiente”. El resultado es una sociedad cada vez más fragmentada, donde el valor de la educación se mide por la capacidad de distinguir, no de incluir.
Frente a este escenario, la OEI retoma una idea que ha sido central en la agenda educativa internacional en la última década: la educación como bien común. Pero no se limita a reivindicarla como consigna. La vincula con la necesidad de establecer un nuevo marco de sentido que permita reconstruir acuerdos sociales amplios, reforzar el papel público de la escuela y reconocer que educar no es solo transmitir conocimientos, sino construir vínculos, generar pertenencia y sostener proyectos compartidos.
Este enfoque se alinea con el Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 (ODS 4), que promueve una educación inclusiva, equitativa y de calidad para todos a lo largo de la vida. Pero también va más allá, al señalar que sin una educación que refuerce los lazos sociales y la empatía democrática, ningún desarrollo será sostenible en el tiempo. Y ese tipo de educación no se logra solo con recursos. Requiere propósito, coherencia política y una voluntad deliberada de restaurar el sentido de comunidad en las aulas, en los sistemas y en la sociedad.
Así entendido, el universalismo no desaparece. Se resignifica. Ya no como un ideal abstracto, ni como una garantía mecánica de acceso, sino como una apuesta política y cultural por educar para lo común en medio de lo diverso.
Hacia una nueva educación es una invitación a pensar colectivamente, desde Iberoamérica y con sus particularidades, cómo pasar de la reforma a la transformación. Construir sobre lo valioso del pasado pero sin quedarse en él. Imaginar otros futuros posibles.
Educar para sostener la vida
Cuando se habla de transformación educativa, es habitual que aparezcan conceptos como innovación, digitalización o empleabilidad. Y todos ellos son, sin duda, importantes. Sin embargo, hay un eje menos visible, aunque esencial, que atraviesa la propuesta de la OEI: educar para “sostener” la vida. No como una consigna romántica, sino como una orientación ética, política y pedagógica ante la evidencia de que el modelo de desarrollo actual es ambiental, social y culturalmente insostenible.
En su contribución a la publicación Hacia una nueva educación, la gestora cultural y pedagoga Gemma Carbó propone una relectura del ODS 4 desde una perspectiva humanista y multidimensional. Lo que sugiere es repensar la función de la educación desde la capacidad de cuidar, comprender y transformar la realidad. Esto implica una alfabetización que no se limita a la lectoescritura tradicional, sino que incorpora el pensamiento crítico, la creatividad, la conciencia ecológica y el diálogo entre saberes.
Carbó habla de “educación cultural para la sostenibilidad” como un enfoque que integra arte, ciencia, ética y tecnología, y que reconoce a los museos, bibliotecas, teatros y espacios de creación como agentes educativos tan relevantes como la propia escuela. La propuesta tiene ecos de las teorías del desarrollo humano de Amartya Sen y Martha Nussbaum, centradas en las capacidades necesarias para llevar una vida plena, digna y responsable. No se trata solo de adquirir conocimientos, sino de aprender a habitar el mundo con sentido.
Como hemos dicho, esta visión implica ampliar el concepto de alfabetización. En lugar de verla como una habilidad técnica, se la entiende como una competencia crítica que debe adaptarse a los desafíos contemporáneos: comprender los códigos de la era digital, gestionar información de forma ética, actuar con empatía en contextos diversos, leer no solo textos, sino también imágenes, entornos y narrativas. La alfabetización, así concebida, se convierte en la base de una ciudadanía activa y transformadora.
El documento de la OEI también recoge aportes en esta línea desde el campo de la tecnología. Claudia Limón, por ejemplo, plantea que la IA no debe considerarse una amenaza ni una solución mágica, sino una herramienta cuya potencia dependerá del uso que se le dé. En el contexto educativo, la IA puede facilitar aprendizajes más personalizados, pero también puede profundizar desigualdades si no se la integra desde una perspectiva ética y pedagógica. Por eso, la autora propone vincular IA y Educación para el Desarrollo Sostenible (EDS) como un binomio estratégico para el futuro.
Por su parte, Axel Rivas coincide en que la discusión no puede centrarse en la novedad tecnológica. Hay que preguntarse para qué se utiliza, qué tipo de aprendizaje promueve y a quién beneficia. “Una planificación distinta, tan nueva y dinámica como el propio modelo de desarrollo de la IA”, escribe, “podrá acercar soluciones que funcionen y no promesas que alimentan la desesperanza”. El mensaje es claro: la transformación educativa necesita dirección, no solo velocidad.
Hacia una nueva educación
En un tiempo marcado por la incertidumbre, hablar de esperanza puede parecer ingenuo. Sin embargo, como se señala en la publicación, “la esperanza no es una ilusión consoladora, sino un ‘movimiento de búsqueda’ que nos lanza hacia lo que aún no existe. En educación, esta forma de esperanza activa no consiste en esperar que las cosas mejoren por inercia, sino en comprometerse con la tarea de transformarlas desde el presente.
Hacia una nueva educación cierra con una idea que recorre todo el documento: transformar la educación es también transformar el imaginario social. No se trata solo de diseñar políticas o introducir tecnologías, sino de preguntarse qué tipo de futuro queremos construir y qué papel juega la educación en ese proyecto colectivo. La escuela, en ese sentido, es mucho más que un espacio de transmisión de contenidos: es un lugar para pensar en común, para ensayar otras formas de vida, para educar no solo en lo que es, sino en lo que podría ser.
El escritor Javier Cercas lo resume con precisión cuando dice que “las ideas valiosas pueden ser provocadoras y revolucionarias”. La OEI recoge este espíritu al convocar a un debate amplio, plural y constructivo sobre el destino de la educación en Iberoamérica. Por eso propone una serie de ideas fuerza que abren muchos caminos posibles: educar con sentido, formar con mirada crítica, integrar saberes, valorar la diversidad, actuar con responsabilidad intergeneracional.
Al final, el mensaje es claro: la transformación educativa no es un lujo, ni una utopía de laboratorio. Es una necesidad apremiante para sostener la cohesión social, afrontar los desafíos del siglo XXI y ofrecer a las nuevas generaciones algo más que adaptación: la posibilidad real de pensar y construir un mundo mejor.