El derecho a la educación atraviesa uno de los momentos más delicados y decisivos de su historia reciente. Tras décadas de avances sostenidos en acceso y escolarización, el mundo educativo se enfrenta hoy a múltiples tensiones: transformaciones tecnológicas aceleradas, crisis climáticas recurrentes, conflictos armados prolongados, desplazamientos forzados y un aumento persistente de las desigualdades. El resultado es una sensación compartida de desajuste entre los sistemas educativos heredados y las realidades sociales, económicas y culturales del siglo XXI.
Así lo constata el último informe de la UNESCO, The Right to Education: Past, Present and Future Directions, que sitúa 2025 como un año bisagra para repensar el alcance, el sentido y la protección de este derecho fundamental. Aunque el balance de los últimos 25 años incluye logros indiscutibles, como la casi universalización de la educación primaria, la expansión de la secundaria y el reconocimiento del aprendizaje a lo largo de la vida, el propio informe advierte de un estancamiento preocupante y de nuevas formas de exclusión que amenazan con revertir parte del progreso alcanzado.
En este contexto de incertidumbre estructural, la educación sigue siendo una herramienta clave de cohesión social, desarrollo humano y ejercicio de otros derechos. Pero ya no basta con garantizar el acceso: hay que revisar sus objetivos, su calidad, su equidad y, sobre todo, los marcos normativos que la sostienen. Este artículo se apoya en el análisis de la UNESCO para repasar brevemente los avances logrados y centrarse, sobre todo, en los desafíos contemporáneos que obligan a pensar en un nuevo contrato social educativo, capaz de responder a un mundo en transformación.
El progreso educativo, en punto muerto
Durante el primer cuarto del siglo XXI, el derecho a la educación ha experimentado avances que hace apenas unas décadas parecían inalcanzables. La educación primaria se ha acercado a la universalización, la secundaria se ha expandido de forma significativa y la educación terciaria ha vivido un proceso de masificación sin precedentes, especialmente en países de renta media y baja. A esto se suma un reconocimiento cada vez más amplio de la educación preescolar como parte del derecho a aprender desde la primera infancia, así como la incorporación del aprendizaje a lo largo de la vida en marcos legales y políticas públicas.
También se han producido avances notables en igualdad de género e inclusión. La brecha entre niñas y niños en el acceso a la educación se ha reducido de forma sustancial y la educación inclusiva se ha consolidado como principio normativo, al menos en el plano internacional.
Sin embargo, este progreso convive hoy con señales claras de agotamiento. El número de niños y jóvenes fuera de la escuela vuelve a crecer, las desigualdades socioeconómicas y territoriales siguen marcando trayectorias educativas muy distintas y la brecha digital amenaza con consolidar nuevas formas de exclusión. Más que una crisis de expansión, el derecho a la educación enfrenta ahora una crisis de adaptación: los desafíos ya no son de escala, sino de complejidad.
El nuevo paradigma educativo: calidad, bienestar y aprendizaje a lo largo de la vida
Durante décadas, el derecho a la educación avanzó impulsado por una lógica cuantitativa: escolarizar a más niños, durante más años, en más países. Esa expansión fue necesaria y produjo resultados indiscutibles. Pero hoy muestra sus límites, y así lo establece el último informe de la UNESCO: la escolarización masiva ya no garantiza aprendizaje, ni igualdad, ni movilidad social. Millones de niños asisten a la escuela sin adquirir competencias básicas, una paradoja que ha terminado por desmontar la ecuación largamente asumida entre acceso y educación.
La pandemia actuó como un acelerador brutal de esta crisis. El cierre prolongado de escuelas dejó al descubierto hasta qué punto los sistemas educativos eran frágiles, desiguales y estaban poco preparados para garantizar continuidad, especialmente para los alumnos más vulnerables. Pero el problema no nació con la covid-19. La UNESCO advierte de que el llamado “aprendizaje pobre” ya estaba extendido mucho antes, incluso en contextos de escolarización casi universal. Lo que la crisis sanitaria hizo fue convertirlo en algo imposible de ignorar.
Este diagnóstico obliga a repensar qué entendemos hoy por educación de calidad. Ya no basta con hablar de contenidos curriculares o resultados académicos. La calidad se ha convertido en una categoría compleja que incluye el bienestar emocional del alumnado, la seguridad física y digital, la inclusión real de la diversidad y la capacidad de la escuela para ofrecer sentido y pertenencia. La creciente preocupación por la salud mental infantil, la violencia escolar y el ciberacoso no es un fenómeno marginal: señala que, cuando el entorno educativo falla como espacio de cuidado, el derecho a la educación queda profundamente erosionado.
En este contexto, empieza a abrirse paso la idea de la escuela como ecosistema de cuidado. No solo un lugar donde se enseña, sino un espacio que protege, acompaña y sostiene trayectorias vitales cada vez más complejas. Esta concepción redefine el estándar mínimo de lo que los Estados deben garantizar cuando hablan de educación de calidad.
Pero el giro más profundo va más allá de la escuela. El informe de la UNESCO insiste en que el derecho a la educación ya no puede circunscribirse a una etapa de la vida ni a un conjunto cerrado de instituciones. En sociedades marcadas por la transformación del trabajo, la automatización y la longevidad, aprender se convierte en una necesidad permanente. De ahí el creciente protagonismo del aprendizaje a lo largo de la vida: microcredenciales, formación continua, reconocimiento de aprendizajes informales y ciudades concebidas como entornos educativos permanentes.
Sin embargo, este giro no está exento de peligros: sin una acción pública decidida, corremos el riesgo de consolidar una educación a dos velocidades: una, flexible y continua, para quienes ya disponen de capital social, cultural y digital; otra, fragmentada y precaria, para quienes quedan fuera de la nueva economía del aprendizaje. El desafío no es menor: garantizar que este giro histórico amplíe derechos en lugar de restringirlos será una de las claves para que la educación siga siendo un bien público y no un privilegio reservado a quienes tienen más recursos para ajustarse al cambio.
O reforzamos el derecho a la educación con marcos normativos actualizados, políticas inclusivas y una visión de largo plazo, o corremos el riesgo de que se convierta en un privilegio condicionado por el origen, la tecnología o el mercado.
Riesgos y tensiones que amenazan la vigencia del derecho a la educación
Si el nuevo paradigma educativo abre oportunidades, también expone con crudeza una serie de tensiones que ponen en riesgo la vigencia efectiva del derecho a la educación. El informe de la UNESCO identifica varios factores que se entrelazan y amplifican sus efectos, configurando un escenario de alta fragilidad para millones de estudiantes en todo el mundo.
Uno de los más determinantes es la digitalización acelerada y el avance de la inteligencia artificial. Las tecnologías digitales están transformando qué se aprende, cómo se evalúa y para qué se educa, al tiempo que reconfiguran el acceso al empleo y a la participación social. Pero este proceso no es neutral. La UNESCO advierte de la aparición de nuevas brechas educativas vinculadas no solo a la conectividad o al acceso a dispositivos, sino también a las competencias necesarias para desenvolverse en entornos digitales cada vez más mediados por algoritmos.
A ello se suman riesgos evidentes para los derechos humanos: la recopilación masiva de datos, la vigilancia, los sesgos algorítmicos o la opacidad de algunas plataformas educativas plantean preguntas sobre privacidad, equidad y control democrático. De ahí la insistencia del informe en la necesidad de marcos éticos y normativos sólidos que regulen el uso de la inteligencia artificial en educación antes de que sus efectos se vuelvan irreversibles.
A esta transformación tecnológica se superpone un contexto global marcado por crisis cada vez más frecuentes y superpuestas. Conflictos armados prolongados, fenómenos climáticos extremos y desplazamientos forzados están alterando de forma estructural las trayectorias educativas de millones de niños y jóvenes. Según la UNESCO, el número de personas desplazadas por la fuerza no ha dejado de crecer, y una proporción significativa de ellas son menores en edad escolar.
En estos contextos, el derecho a la educación se nos revela como un derecho particularmente frágil, dependiente de la estabilidad institucional y de la capacidad de los sistemas educativos para adaptarse a situaciones de emergencia. Garantizar la continuidad educativa —en campamentos, zonas rurales remotas o entornos urbanos precarios— se convierte así en una cuestión central de justicia social y de protección de derechos.
Otro eje de tensión creciente es la proliferación de actores no estatales en la educación. Proveedores privados, organizaciones no gubernamentales y, cada vez más, grandes plataformas tecnológicas desempeñan un papel relevante en la oferta educativa, especialmente allí donde los Estados tienen menor capacidad de respuesta. El informe no cuestiona su presencia, pero sí alerta sobre los riesgos de una expansión sin regulación: fragmentación del sistema, desigualdad en el acceso y estándares de calidad desiguales. La UNESCO es clara al respecto: hay que regular, para preservar el carácter de bien público de la educación y garantizar que el derecho no quede subordinado a lógicas de mercado.
Finalmente, todas estas tensiones convergen en una crisis menos visible, pero decisiva: la crisis docente. La escasez global de profesores, la precarización de sus condiciones laborales y la falta de formación adecuada (especialmente en competencias digitales y socioemocionales) amenazan la calidad educativa desde su base. El informe recuerda que no puede existir derecho a la educación sin el derecho a una docencia profesional, reconocida y apoyada. En un mundo en transformación, cuidar a quienes educan se convierte en una condición imprescindible para sostener el derecho a aprender.
Hacia un nuevo contrato social educativo: renovar el derecho a la educación
Si algo deja claro el informe de la UNESCO es que el derecho a la educación no está en crisis por falta de reconocimiento, sino por la distancia creciente entre su formulación legal y las realidades sociales contemporáneas. En un mundo atravesado por desigualdades múltiples, la igualdad formal (el acceso teórico a la escuela) ya no garantiza una igualdad real de oportunidades. Persisten discriminaciones vinculadas al origen socioeconómico, al género, a la discapacidad o al territorio, a las que se suman nuevas brechas digitales que condicionan de manera decisiva quién puede aprender, cómo y con qué proyección futura.
Ante este escenario, la UNESCO plantea que el derecho a la educación es un derecho en transformación que, para seguir siendo efectivo, debe adaptarse a las nuevas formas de exclusión y a los cambios profundos en la manera en que se produce, circula y valida el conocimiento. Esto implica revisar los marcos normativos que lo sustentan. Buena parte de los tratados internacionales que definen el derecho a la educación datan de las décadas de 1960 y 1970, cuando ni la digitalización, ni la inteligencia artificial, ni la crisis climática formaban parte del horizonte educativo. El desfase es evidente.
Actualizar ese marco normativo supone ampliar el contenido mismo del derecho. El informe propone incorporar explícitamente el derecho a un entorno digital accesible y seguro, así como a la alfabetización mediática y digital necesaria para desenvolverse en sociedades cada vez más mediadas por tecnologías. También subraya la necesidad de reconocer el derecho a la educación en contextos de crisis, conflicto y movilidad humana, garantizando continuidad educativa incluso cuando las instituciones tradicionales fallan. A ello se suma la protección de los datos educativos y el derecho a tecnologías no discriminatorias, en un momento en que algoritmos y plataformas privadas adquieren un peso creciente en la experiencia educativa.
Uno de los cambios más significativos es la reivindicación del aprendizaje a lo largo de la vida como un derecho universal y exigible, y no como una opción individual ligada al mercado laboral. En sociedades longevas y cambiantes, aprender deja de ser una etapa para convertirse en una condición permanente de ciudadanía.
Todo ello apunta a una conclusión política de fondo: la educación debe reafirmarse como un bien público global. Frente a tendencias privatizadoras y lógicas de mercado, renovar el derecho a la educación implica defender su función como espacio de formación ciudadana, de convivencia democrática y de preparación colectiva para los desafíos sociales, tecnológicos y ambientales del siglo XXI.
Lo que está en juego
Redefinir el derecho a la educación es una tarea urgente, con consecuencias concretas para millones de personas cuya posibilidad de aprender y de construir un proyecto de vida digno depende de decisiones que se tomen hoy. La UNESCO puede decirlo más alto pero no más claro: los avances logrados en las últimas décadas no bastan para responder a un mundo atravesado por la desigualdad, la inestabilidad y la transformación acelerada del conocimiento.
La educación sigue siendo una de las herramientas más poderosas de cohesión social y desarrollo humano, pero solo si se adapta a las nuevas realidades sin renunciar a su vocación de bien público. Garantizar acceso ya no es suficiente; también hay que asegurar calidad, equidad, continuidad y sentido, desde la primera infancia hasta la edad adulta, incluso (y especialmente) en contextos de crisis.
El año que comienza nos pone delante de una gran encrucijada: o reforzamos el derecho a la educación con marcos normativos actualizados, políticas inclusivas y una visión de largo plazo, o corremos el riesgo de que se convierta en un privilegio condicionado por el origen, la tecnología o el mercado. En la decisión que tomemos estaremos definiendo no solo el futuro de la educación, sino el tipo de sociedad que estamos dispuestos a sostener.


