Repensando el sentido de la escuela
Nos encontramos inmersos en una época que supone una de las mayores oportunidades que hemos tenido en las últimas décadas para reescribir la ‘educación tradicional’. Una oportunidad para repensar y reconfigurar los fundamentos mismos de la enseñanza y el aprendizaje. Un momento que nos brinda la posibilidad de trabajar por una educación de calidad, equitativa e inclusiva, que no deje a nadie atrás. Nunca, habíamos tenido a nuestra disposición tantas esperanzas alcanzables e inspiraciones cercanas para iluminar el camino hacia esta transformación. Sin embargo, también es una época con desafíos complejos que afectan a los sistemas educativos, los docentes y los estudiantes.
La complejidad se traduce, entre otras cosas, en una creciente falta de sentido de la escuela, especialmente entre los estudiantes, pero no solo. Muchos jóvenes no se sienten interpelados por lo que sucede en el entorno educativo. La escuela, que debería ser un lugar donde negociar significados y producir sentidos; que debería ser un lugar para potenciar el deseo de aprender a lo largo de la vida, se está convirtiendo, en muchos casos, en un lugar carente de sentido y un productor de desafección hacia el aprendizaje. Y esta desafección hacia el aprendizaje no es solo un problema de los estudiantes; también afecta a los docentes.
Esta crisis de sentido es uno de los retos más cruciales que enfrentamos. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Es diferente a otros momentos de la historia? ¿Dónde nos perdimos?
Paradójicamente, esta falta de sentido parece haber aumentado tras décadas de insistente discurso para hacer de la escuela un lugar en el que todo esté bajo control (lo que nos ha llevado a una excesiva burocratización de la escuela); orientado a la utilidad (que ha convertido a las escuelas en simples expendedoras de títulos); y dominado por la urgencia (que ha acelerado todo lo que sucede en la escuela).
La educación escolar no tiene que ver única y exclusivamente con la preparación para el mercado laboral. No basta con garantizar la función cualificadora (adquisición de competencias) de la escuela. Necesitamos también su función socializadora (integración en una cultura y sus valores), y la función de subjetivación (la formación de sujetos autónomos e independientes). La educación es algo que nos invita a proyectarnos, a ir siempre hacia delante, a interpretarnos de una manera diferente, a imaginar muchos mundos posibles que podemos hacer realidad.
¿Es la escuela que tenemos hoy día esa escuela? ¿Es una escuela que ilumina el mundo de niñas, niños y jóvenes? ¿Es una escuela que abre horizontes de posibilidad o, por el contrario, plantea barreras y provoca exclusión? ¿Ofrece esperanza o es fuente de desesperanza?
El momento actual, ese del que hablábamos al inicio de este artículo, nos ofrece la posibilidad de superar formas de enseñanza que excluyen a muchas y producen aprendizajes superficiales en otras, para avanzar hacia otras formas de enseñanza y de organización escolar que no dejen a nadie atrás y trabajen por la adquisición de conocimientos poderosos y transformadores. La situación actual exige una transformación que vaya más allá de la mera acumulación de conocimientos, abogando por un aprendizaje que fomente la comprensión y el deseo de aprender a lo largo de toda la vida; una transformación que trabaje por una escuela más justa, más equitativa y orientada al bien común.
Este cambio trascendental también requiere asumir la responsabilidad de superar una escuela que, durante muchos años, ha sido selectiva, ha naturalizado desigualdades y ha dejado a muchos en el camino. La educación debe evolucionar hacia un modelo inclusivo, donde cada individuo se sienta valorado y respaldado en su proceso de aprendizaje.
¿Cómo lo hacemos?
La tecnología como contexto transformador
Necesitamos un escuela capaz de entender todo lo que está pasando fuera. Y “entre lo que pasa fuera”, es fundamental incorporar la idea de que estamos viviendo en un ecosistema digital. Un ecosistema absolutamente impactado por la tecnología.
La tecnología ya no es simplemente un conjunto de herramientas, sino un ecosistema que modela nuestra realidad. La escuela debe integrar consciente y críticamente este contexto tecnológico y reconocer que las tecnologías educativas son mucho más que herramientas: son fuerzas ambientales que influyen en la forma en que comprendemos el mundo, en la forma en la que nos relacionamos con el conocimiento y la información.
Este ecosistema digital redefine el aprendizaje y la enseñanza y difumina la frontera entre la educación formal y la informal. Las trayectorias de aprendizaje de nuestros estudiantes ya no suceden solo dentro de la escuela. Hemos pasado de una situación de escasez de información y conocimiento (garantizada solo por la escuela) a la superabundancia. Una superabundancia que, por cierto, no está equitativamente distribuida. No todos tienen las mismas oportunidades de aprendizaje ni dentro ni fuera de la escuela. Pero es la suma de unas y otras lo que es relevante. Por eso la escuela debe abordar este cambio paradigmático que modifica sustancialmente el planteamiento sobre el sentido de la escuela, pero también qué tenemos que hacer en la escuela y cómo tenemos que hacerlo. Debemos atender a trayectorias individuales de aprendizaje. Reconocer la importancia creciente de otros contextos de actividad y de otros agentes educativos en las trayectorias individuales de aprendizaje de nuestros estudiantes.
Por todo esto, hace mucho que debimos abandonar la vieja pregunta de “¿tecnología en las aulas sí o no?”, que todavía hoy nos seguimos haciendo cada vez que irrumpe una nueva tecnología en el panorama (de hecho, un tanto sorprendentemente, en las últimas semanas, la pregunta ha vuelto ponerse encima de la mesa). La pregunta correcta (o más bien las preguntas) que deberíamos hacernos tanto a nivel individual como colectivo son del tipo: ¿Es esta tecnología educativa? ¿Quién la ha diseñado y producido? ¿Para qué queremos esa tecnología en la escuela/aula? y ¿cómo queremos utilizarla en educación?
Entrelazando pedagogía y tecnología
Aunque ofrece oportunidades fascinantes, la introducción de la tecnología en las aulas, carece frecuentemente de la reflexión necesaria y ha sido, en muchos casos, precipitada, sin una evaluación crítica de sus impactos y beneficios educativos. Esta incorporación irreflexiva ha provocado en muchos posiciones simplistas y encontradas, que van desde los defensores apasionados a los detractores más fervientes. Esta polarización estéril nos impide avanzar hacia lo que verdaderamente importa: la integración efectiva de la tecnología en el aula para mejorar los aprendizajes de todas y todos.
Abordar la paradoja de la tecnología educativa es esencial. Cuestionar la idoneidad de estas tecnologías para alinearlas con los propósitos y valores educativos es algo crucial y, por ello, la relación entre pedagogía y tecnología debe ser analizada de manera profunda y constante. Pero la interconexión entre pedagogía y tecnología es intrínseca y compleja. Para abordarla, debemos superar la dicotomía simplista que las separa. No se trata de establecer una jerarquía entre ambas, sino de reconocer su influencia mutua constante.
La propuesta es adoptar una visión de pedagogía entrelazada con la tecnología, entendiendo que ambas se moldean mutuamente (Fawns, 2022). Esta perspectiva más compleja implica una revisión constante de cómo estas dos dimensiones se afectan mutuamente, reconociendo que tocar una de las dos cambia intrínsecamente a la otra. Comprender esta relación dinámica nos permitirá avanzar hacia una educación que prepara a los estudiantes para comprender profundamente y enfrentar los desafíos del siglo XXI.
Educar las tecnologías educativas
La transformación educativa no implica simplemente “tecnificar la escuela”, sino por “escolarizar” o mejor dicho por “educar las tecnologías educativas”. La tecnología no debe ser vista como una solución infalible, sino como un objeto de constante indagación. Cada tecnología educativa debe ser evaluada y alineada con los propósitos y valores educativos, superando la introducción no reflexiva que ha caracterizado las últimas décadas.
Esta tarea de «educar la tecnología educativa» implica no dar por sentado nunca el adjetivo «educativo» y cuestionar la contribución real de estas tecnologías al proceso de enseñanza y aprendizaje. Al incorporar la tecnología en el aula, es esencial reflexionar sobre su pertinencia y alineación con los objetivos educativos, asegurándonos de que contribuye positivamente al desarrollo de los estudiantes. También, por qué no, debemos acostumbrarnos a “educar la propia educación”, es decir, a ir más allá de esa mirada reduccionista del aprendizaje, superar la mirada instrumentalista, y caminar hacia esa educación que se cuestiona sus fines y propósitos de manera constante. Porque solo entendiendo claramente los fines y propósitos de la educación, podremos recuperar su sentido para hacer más fácil el avance hacia esa transformación tan necesaria.
Esta transformación educativa no puede depender únicamente de la tecnología. Sabemos, por investigaciones y ejemplos concretos, que las tecnologías por sí solas no resuelven los problemas socioeducativos. Sin embargo, también sabemos que abren oportunidades fascinantes y cambian las dinámicas del aprendizaje. La clave radica en navegar y transitar este terreno complejo, reconociendo que la transformación no es un destino final, sino un proceso continuo. Que la relación entre pedagogía y tecnología seguirá evolucionando, y nuestra capacidad para adaptarnos y ajustarnos determinará el éxito de esta empresa.
Referencias
Fawns, T. (2022). An Entangled Pedagogy: Looking Beyond the Pedagogy—Technology Dichotomy. Postdigit Sci Educ 4, 711–728 (2022). https://doi.org/10.1007/s42438-022-00302-7
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