La escuela como última trinchera contra la brecha digital

El acceso a internet no garantiza inclusión digital. En 2025, más de 1.300 millones de niños siguen sin conexión en casa, y en los países más ricos, solo el 30 % de los estudiantes usa un ordenador a diario en clase. En medio de esa paradoja, la escuela se convierte, muchas veces, en el único lugar donde la tecnología tiene sentido pedagógico. Este artículo defiende a la escuela —y al docente— como la última trinchera real contra la brecha digital.

La escuela como última trinchera contra la brecha digital

Vivimos rodeados de titulares sobre transformación digital, aulas del futuro y niños programando desde la cuna. Pero más allá del ruido, la realidad se impone con tozudez: en buena parte del mundo, la digitalización escolar apenas ha empezado. Y donde sí ha llegado, no siempre lo ha hecho bien. La brecha digital no es un asunto de ciencia ficción ni de Silicon Valley: es una cuestión educativa inaplazable, cotidiana y, sobre todo, profundamente desigual.

Niños y mundo digitalSegún datos del último informe de UNICEF (Childhood in a Digital World, 2025), el 95 % de los estudiantes en países de la OCDE tiene acceso a internet en su escuela. Sin embargo, menos de la mitad lo usa a diario en el aula. Y solo un 30 % utiliza ordenadores o portátiles con frecuencia. Es decir: el acceso existe, pero el uso educativo significativo no. Dicho en términos menos técnicos: hay conexión, pero no transformación.

En paralelo, dos de cada tres niños en el mundo siguen sin acceso a internet en casa. En muchos casos, la escuela es su única ventana al mundo digital. Si en esa escuela la tecnología se limita a estar apagada en un rincón del aula, poco se puede esperar. Si está encendida, pero nadie sabe muy bien qué hacer con ella, tampoco.

La paradoja es evidente. Mientras en los países ricos se debate si los niños pasan demasiado tiempo frente a las pantallas, en buena parte del planeta los niños no tienen ni pantallas, ni tiempo, ni condiciones para aprender a usarlas. Entre tanto, el mundo —y el mercado laboral— avanza a pasos de algoritmo. Y los que no se suban a tiempo, quedarán al margen.

Este artículo no pretende descubrir ninguna verdad revolucionaria. Pero sí recuerda una obviedad que a menudo se pasa por alto: el corazón de cualquier innovación educativa no está en la tecnología, sino en quien la enseña a usar. En las escuelas más vulnerables, eso se traduce en una apuesta clara: invertir en los docentes para que puedan ejercer de igualadores digitales. Porque una buena conexión no vale de nada si no hay alguien al otro lado que sepa para qué sirve.

La brecha digital en las escuelas: acceso no es lo mismo que uso

Durante los peores meses de la pandemia, muchos gobiernos se apresuraron a hablar de “continuidad pedagógica” a través de plataformas digitales. El entusiasmo por las clases virtuales duró lo que tardó en evidenciarse una verdad incómoda: millones de estudiantes simplemente no podían conectarse. No tenían ordenadores, ni datos, ni electricidad en muchos casos. Algunos ni siquiera tenían mesa para estudiar. La emergencia puso sobre la mesa una realidad que ya existía, pero que hasta entonces muchos preferían ignorar.

Hoy, cuatro años después, la situación ha mejorado en algunos aspectos. La mayoría de los países de ingresos medios y altos han invertido en conectar escuelas. Según el informe de UNICEF, el 95 % de los estudiantes de países de la OCDE afirma tener acceso a internet en su centro educativo. La cifra impresiona, pero solo si uno no se detiene en los detalles.

Porque de ese 95 %, menos de la mitad —el 48 %— usa internet diariamente en la escuela. Y apenas un 30 % emplea ordenadores o portátiles todos los días. El resto del tiempo, la tecnología está ahí, presente pero muda. Lo que hay no siempre se usa. O no se sabe cómo usarlo. O no se integra en la rutina pedagógica. Es el equivalente digital a tener una biblioteca sin libros abiertos.

Esta desconexión entre infraestructura y uso efectivo no es anecdótica. Es estructural. Según el mismo informe, un 20 % de los estudiantes en países ricos apenas o nunca usa internet en el aula. Y un 25 % casi nunca toca un ordenador. No hablamos de zonas rurales de difícil acceso, sino de centros equipados. El problema, como tantas veces en educación, no es solo de recursos, sino de sentido.

Lo que el informe sugiere —y lo que muchas experiencias en el terreno confirman— es que la brecha digital ya no es tanto una cuestión de cables como de pedagogía. De cómo se enseña, de quién enseña y de qué se considera valioso aprender. No basta con llenar las aulas de dispositivos si estos no están acompañados de una propuesta educativa clara, de tiempo para los docentes, de formación continua y, sobre todo, de confianza en el valor de enseñar en un mundo digital.

Las escuelas, especialmente en contextos vulnerables, podrían ser espacios clave para compensar las desigualdades de acceso al mundo digital. Pero para ello hace falta algo más que infraestructura. Hace falta visión. Y hace falta un actor central que a menudo se menciona poco en los discursos oficiales: el docente.

El docente como igualador digital

En los discursos sobre innovación educativa, el docente suele aparecer como una figura secundaria. Se habla de plataformas, algoritmos, inteligencia artificial. Se celebran programas piloto, dispositivos distribuidos, aplicaciones con nombres inspiradores. Pero pocas veces se pone el foco en quien, día tras día, debe llevar esas cuestiones a la práctica: el profesor. Sin él, no hay transformación que valga.

El informe de UNICEF es claro al respecto. Contar con dispositivos y con acceso a internet no garantiza que los niños desarrollen habilidades digitales. Lo que marca la diferencia es el uso que hacen de esa tecnología. Y ese uso está fuertemente condicionado por la mediación pedagógica. En otras palabras: del docente depende que un ordenador sea una herramienta de aprendizaje o en un objeto decorativo.

En contextos vulnerables, donde donde 2 de cada 3 niños no tienen acceso a internet en casa, la escuela puede ser el único lugar donde se accede al mundo digital. Allí, el rol del profesor se vuelve aún más importante: no solo debe enseñar contenidos, sino también habilitar competencias para la vida digital. Saber buscar información, distinguir fuentes fiables, gestionar la privacidad, protegerse de los riesgos. Habilidades que no se aprenden por ósmosis, sino con guía y acompañamiento.

Los datos del informe también muestran que los estudiantes desarrollan más habilidades cuando participan en una variedad de actividades online. Pero esa diversidad no aparece por azar: requiere orientación, diseño didáctico, intención pedagógica. El informe señala, por ejemplo, que los niños que hacen más cosas online —jugar, crear, investigar— tienen mejores competencias digitales, incluso cuando el tiempo de pantalla es el mismo.

La paradoja es que, en muchos sistemas educativos, se le exige al docente que integre la tecnología sin que se le haya formado adecuadamente para ello. Se le da una pizarra digital sin explicarle para qué sirve. Se le exige innovar sin reducir su carga administrativa ni su ratio de alumnos. En algunos casos, ni siquiera se le consulta. Y luego se le responsabiliza por los bajos resultados.

El informe es claro en una recomendación: la formación docente debe ser una prioridad en cualquier política de inclusión digital. No basta con repartir dispositivos si no se invierte, al mismo tiempo, en fortalecer las capacidades de quienes los harán significativos en el aula. Y esa inversión no puede depender solo de la voluntad individual del maestro o del azar de una capacitación puntual. Debe formar parte de una política pública coherente y sostenida.

Mientras no se reconozca ese papel central, seguiremos conectando escuelas sin transformar realidades. Y lo que podría ser una herramienta de equidad correrá el riesgo de convertirse en una nueva fuente de exclusión.

El corazón de cualquier innovación educativa no está en la tecnología, sino en quien la enseña a usar.

Tecnología con propósito: enseñar habilidades para el mundo digital

Hablar de habilidades digitales no es hablar de saber abrir una aplicación o enviar un correo. Es hablar de competencias esenciales para moverse en un entorno que ya no es paralelo al mundo real, sino parte inseparable de él. Para muchos niños, lo digital no es un complemento: es el lugar donde aprenden, juegan, se relacionan, se informan. Por eso, formar a los alumnos en habilidades digitales no es una opción pedagógica moderna, sino una necesidad educativa básica.

Según UNICEF, las habilidades más importantes en este contexto incluyen saber cambiar configuraciones de privacidad, verificar la confiabilidad de sitios web, seleccionar buenas palabras clave para buscar información y eliminar contactos no deseados. También se valora la capacidad de crear contenido digital como música o video. Estas competencias, lejos de ser anecdóticas, están directamente vinculadas a la capacidad de los niños para aprovechar oportunidades, evitar riesgos y desarrollarse como ciudadanos digitales.

El informe ofrece datos reveladores: los niños que usan redes sociales con frecuencia son hasta el doble de propensos a saber ajustar su privacidad. También tienen un 50 % más de probabilidades de saber cómo eliminar contactos o usar criterios de búsqueda eficaces. En 16 de los 25 países analizados, se detectó una relación clara entre uso frecuente de redes sociales y mayor desarrollo de habilidades digitales, especialmente las relacionadas con la seguridad y la navegación crítica.

El tiempo online también importa. En 29 de 31 países analizados, los niños que pasan más tiempo conectados desarrollan habilidades digitales significativamente más altas. Pero lo más relevante es la diversidad de actividades que realizan: ver videos, jugar en línea y crear contenido son todos factores positivos. El número de actividades digitales que un niño realiza explica entre el 2 % y el 17 % de la variación en su nivel de habilidades, dependiendo del país. En África y Asia, esta relación es especialmente fuerte.

Por otro lado, las restricciones parentales al uso de internet están asociadas a menores niveles de competencia digital. En 21 de 22 países con datos disponibles, los niños a quienes se les limita el tiempo o el tipo de actividades tienen habilidades más bajas. El control excesivo, aunque bien intencionado, puede dejar a los niños más vulnerables, no menos.

Esto plantea una disyuntiva educativa: proteger sin desconectar. El informe también desmonta uno de los grandes mitos actuales: no hay evidencia sólida de que el tiempo de pantalla, por sí solo, dañe la salud mental de los niños. Los efectos negativos aparecen más claramente cuando hay exposición a contenidos nocivos o experiencias abusivas, no simplemente por pasar muchas horas frente a una pantalla.

La conclusión es clara: el enfoque debe pasar de prohibir a guiar, de restringir a educar. Eso implica repensar los planes de estudio, integrar la educación digital de forma transversal y formar al profesorado en estas competencias. No como un añadido, sino como parte central de la formación ciudadana del siglo XXI.

Porque si la escuela no enseña a habitar el mundo digital con criterio y seguridad, lo hará  la plataforma, el algoritmo o el mercado. Y lo hará sin pedir permiso.

La pregunta que nadie se hace

Mientras el mundo discute sobre si los niños deberían aprender a programar a los ocho años o si es mejor prohibirles TikTok hasta los 16, hay una pregunta que muy pocos se hacen: ¿quién les está enseñando a ser personas en el mundo digital?

Y esta no es una pregunta técnica. Es profundamente política. Porque el futuro digital no se define por la cantidad de dispositivos, sino por quién tiene las herramientas para usarlos con sentido, con conciencia, con agencia. Y en esa ecuación, el papel del docente es insustituible.

Hoy, el riesgo no es solo que muchos niños queden excluidos del acceso a internet. Es que, incluso estando conectados, crezcan sin el criterio ni la protección que ofrece una educación digital crítica y humanista. Porque los algoritmos no educan: refuerzan. Reafirman prejuicios, empujan al consumo, recompensan el ruido. Si no hay una mirada pedagógica que los interpele, que los frene, que enseñe a leerlos, entonces no estamos formando: estamos exponiendo.

El informe de UNICEF deja claro que los daños reales no provienen del tiempo de pantalla, sino del contenido y del contexto. Y, sin embargo, muchas políticas públicas siguen enfocadas en restringir en lugar de educar. Es más sencillo contar horas de conexión que formar a una generación entera en ciudadanía digital.

En los contextos más vulnerables, la presencia de un docente formado y comprometido puede marcar la diferencia entre una vida de oportunidades o una brecha que se perpetúa.

De todas las innovaciones posibles, tal vez la más apremiante no sea de carácter técnico, sino pedagógico: reconocer que el mayor motor de inclusión digital sigue siendo la relación entre un docente y sus estudiantes. Porque ni la app más avanzada ni la IA más sofisticada ha sido capaz, hasta ahora, de enseñar con empatía, con cuidado y con humanidad.

Y eso, en estos tiempos de hiperconectividad sin sentido, es un acto revolucionario.

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