Lucía tiene 13 años y es capaz de cantarse de memoria todas y cada una de las canciones de la discografía de Taylor Swift. No necesita esforzarse: las canciones se le quedan solas, casi sin darse cuenta. Con los sonetos de Lope de Vega, las preposiciones o la tabla del 7, la realidad es bien distinta. No es que le falte capacidad: su memoria funciona de maravilla. Lo que falla es otra cosa: el propósito.
Ese contraste, tan común en las aulas, es sintomático de un hecho más profundo. Los estudiantes pueden dedicar horas y energía a lo que les resulta significativo, mientras que se resisten (a veces hasta la exasperación) ante aquello con lo que no conectan. La diferencia no está en el talento, sino en el para qué.
En su informe A Review of Life Skills and their Measurability, Malleability, and Meaningfulness, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) denomina sentido del propósito a esa habilidad de conectar lo que hacemos con metas valiosas, y lo incluye entre las diez competencias más decisivas para la vida y el trabajo en el siglo XXI. La evidencia muestra que los jóvenes que la desarrollan tienden a persistir más en sus estudios, a disfrutar de lo que aprenden y a proyectar un futuro más estable.
En este artículo veremos qué significa el sentido del propósito, qué beneficios aporta y cómo cultivarlo como una habilidad que no solo mejora el aprendizaje, sino que acompaña toda la vida.
Qué entendemos por sentido del propósito y por qué importa
Cuando preguntamos a un estudiante “¿por qué estudias?”, las respuestas suelen dividirse en dos categorías: “para aprobar” o “porque quiero lograr algo más grande”. La primera (y desgraciadamente la más frecuente) refleja una meta inmediata y meramente burocrática. La segunda, sin embargo, dibuja un horizonte que da sentido al esfuerzo. Esa diferencia marca la cancha de lo que llamamos el sentido del propósito.
Cuando hablamos de propósito, debemos diferenciarlo de las metas inmediatas: por ejemplo, estudiar un examen o terminar un proyecto para “cubrir el expediente”. El propósito es otra cosa: es tener la capacidad de conectar las acciones presentes con un proyecto vital. Ahí está la clave: un examen deja de ser un trámite cuando se convierte en un paso hacia un sueño.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) incluye esta habilidad entre las diez más decisivas para la vida. Y no es casualidad. Los datos muestran que los jóvenes que cultivan propósito se mantienen más tiempo en la escuela, muestran menos síntomas de ansiedad y logran mejores trayectorias laborales.
El contraste es evidente en América Latina, una región marcada por desigualdades y entornos adversos, donde el sentido del propósito funciona como un antídoto contra la deserción escolar. No es lo mismo enfrentarse a una tarea difícil con la única motivación de cumplir, que hacerlo con la convicción de que ese esfuerzo está vinculado a un futuro que importa.
Y como el resto de las habilidades que estructuran este informe, el sentido del propósito no es un privilegio reservado a unos pocos. La investigación lo señala como una habilidad entrenable, moldeable y sensible al entorno. Con el acompañamiento adecuado, cualquier estudiante puede aprender a encontrar el para qué de lo que hace. Un para qué que puede convertirse en la diferencia entre rendirse o perseverar.
Cómo se cultiva
El propósito no aparece por generación espontánea. Se alimenta de experiencias, de conversaciones, de contextos que ofrecen a los jóvenes la oportunidad de hacerse preguntas grandes: ¿qué quiero aportar?, ¿qué me importa?, ¿qué me mueve de verdad? La escuela puede ser ese espacio donde esas preguntas encuentren terreno fértil. ¿Cómo? Lo vemos.
Una de las claves para que esto suceda está en conectar el aprendizaje con la vida real. Los programas de aprendizaje-servicio, documentados en América Latina, muestran cómo un proyecto escolar ligado a la comunidad cambia la actitud de los estudiantes: la matemática se vuelve más comprensible cuando sirve para medir la eficiencia de paneles solares en una cooperativa; la escritura cobra sentido cuando se usa para contar historias de la propia localidad. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) subraya que este tipo de experiencias refuerzan la motivación intrínseca y el compromiso escolar.
También es decisiva la figura del docente como acompañante. Se trata de ofrecer orientación, de escuchar y de mostrar trayectorias posibles. La investigación muestra que los estudiantes que cuentan con al menos un adulto de referencia en la escuela son más capaces de visualizar un futuro y trabajar hacia él.
El propósito se cultiva, además, con espacios de reflexión personal: momentos en los que los alumnos pueden detenerse a pensar: diarios de aprendizaje, tutorías individuales, debates en clase sobre lo que quieren conseguir con lo que hacen. El simple acto de preguntarse “¿para qué sirve esto para mí?” es ya un entrenamiento.
Finalmente, están los referentes. Escuchar a exalumnos, profesionales o líderes comunitarios que conectan esfuerzo con propósito ofrece modelos tangibles. El BID recoge experiencias en Brasil y México donde charlas vocacionales y proyectos de ciudadanía activa ayudaron a los estudiantes a ver cómo sus metas personales podían tener un impacto colectivo.
En todos estos casos hay un hilo común: el propósito no se impone, se descubre. La escuela puede acompañar ese descubrimiento abriendo ventanas, ofreciendo contextos y mostrando que lo que se aprende hoy puede tener un sentido mañana.
El propósito no aparece por generación espontánea. Se alimenta de experiencias, de conversaciones, de contextos que ofrecen a los jóvenes la oportunidad de hacerse preguntas grandes: ¿qué quiero aportar?, ¿qué me importa?, ¿qué me mueve de verdad? La escuela puede ser ese espacio donde esas preguntas encuentren terreno fértil.
Bienestar emocional, éxito laboral y sociedades más cohesionadas
Tener un propósito claro no solo ayuda a rendir mejor en la escuela. Su impacto se extiende a lo largo de toda la vida. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) subraya que esta competencia predice tres dimensiones críticas: mayor permanencia en la educación, mejor bienestar socioemocional y más posibilidades de inserción laboral.
En América Latina, donde todavía más de un tercio de los estudiantes abandona la secundaria antes de terminarla, el propósito puede marcar la diferencia. No es lo mismo estudiar solo para aprobar que hacerlo con la convicción de que ese esfuerzo abre la puerta a un futuro posible. Los datos revisados por el BID muestran que los jóvenes que encuentran un para qué en lo que hacen persisten más y tienen menos probabilidades de desertar.
El beneficio también es emocional. El propósito se asocia con menores niveles de ansiedad y depresión, problemas que en la adolescencia se han disparado en la última década en la región. Un alumno que conecta sus estudios con un objetivo valioso tiene más recursos para manejar la frustración y para sostener la motivación en momentos difíciles.
Los efectos alcanzan el ámbito laboral. En una sociedad donde muchos de los empleos del futuro aún no existen, el BID enfatiza que contar con propósito es tan importante como dominar una técnica específica. Las empresas buscan personas capaces de persistir, de adaptarse a la incertidumbre y de comprometerse con proyectos de largo plazo. En este sentido, el propósito funciona como un predictor de empleabilidad: quienes lo desarrollan muestran mayor compromiso y productividad.
Por último, está el impacto social. Un propósito que trasciende lo individual y se vincula con la comunidad genera ciudadanos más participativos y cohesionados. El BID habla de un “efecto multiplicador”: cuando un joven encuentra un sentido a lo que aprende, influye en sus pares y contribuye a construir entornos más solidarios. En sociedades marcadas por desigualdades, este efecto no es menor: puede ser la base de comunidades más estables y cooperativas.
Estrategias para cultivar el sentido del propósito
La investigación muestra que el sentido del propósito puede trabajarse en el aula de manera concreta, paso a paso. No es necesario crear una nueva asignatura. Es mucho más sencillo que eso. Puede hacerse propiciando oportunidades para que los estudiantes conecten lo que aprenden con lo que desean ser en el mundo y aportar a este. A través de experiencias, referentes y entornos que les inviten a preguntarse ¿qué me importa?, ¿qué quiero lograr?, ¿para qué sirve lo que estoy haciendo hoy?
Una primera vía es integrar la reflexión personal en el currículo. El BID destaca experiencias internacionales, como la incorporación de programas de bienestar en Bután o los currículos de habilidades socioemocionales aplicados a gran escala en México y Perú, que han permitido a los estudiantes conectar aprendizajes con proyectos de vida y de comunidad. Estas intervenciones muestran que hablar de propósito no es un añadido inspiracional, sino una práctica concreta que puede reducir la deserción escolar y fortalecer la motivación intrínseca.
Otra estrategia es vincular el aprendizaje con la acción colectiva. Cuando los estudiantes participan en proyectos que repercuten en su entorno —desde iniciativas comunitarias hasta actividades de ciudadanía activa— descubren que lo que aprenden puede transformar realidades cercanas. El propósito se nutre de esa conexión entre el conocimiento y su utilidad social.
El papel del docente como guía es decisivo. No se trata de dar discursos sobre “tener sueños”, sino de acompañar a los estudiantes en la exploración de sus intereses, ofrecer orientación vocacional y mostrar trayectorias posibles. La investigación que recoge el BID demuestra que contar con al menos un adulto de referencia multiplica la capacidad de los jóvenes para construir un propósito.
Finalmente, las políticas escolares e institucionales deben respaldar esta labor. Una escuela que fomenta el propósito no solo mide resultados en pruebas estandarizadas, sino que abre espacios para que los alumnos piensen en su futuro, reconozcan sus fortalezas y aprendan a conectar sus esfuerzos con metas significativas.
En todos los casos, el mensaje es claro: el propósito se cultiva. Y hacerlo desde la escuela no solo mejora la motivación y la permanencia escolar, sino que prepara a los jóvenes para orientar con sentido su vida entera.
Quien tiene un por qué soporta casi cualquier cómo
Nietzsche no pensaba en la escuela cuando escribió la frase que encabeza estas líneas, pero pocas ideas describen mejor lo que ocurre en un aula. No es la memoria ni la disciplina lo que sostienen a un estudiante frente a la dificultad, sino la conciencia de que su esfuerzo responde a un para qué. Ese es el núcleo del sentido del propósito.
Como hemos visto, la investigación lo confirma. Los estudiantes que desarrollan propósito estudian con más motivación, perseveran más y tienen menos probabilidades de abandonar. Si la educación ha de servir para algo más que transmitir datos, debe servir para esto: ayudar a cada persona a encontrar un propósito que dé sentido a lo que aprende y a lo que vive.