Docentes en primera línea: competencias para educar en contextos de emergencia

En contextos de emergencia, marcados por violencia, desplazamiento, desastres o inestabilidad, garantizar el derecho a la educación depende de profesionales capaces de sostener el aprendizaje, el bienestar y la protección de sus estudiantes. Este artículo explora las competencias que permiten esa proeza cotidiana: la ciencia (y el coraje) de educar en el límite del caos.

Docentes en primera línea: competencias para educar en contextos de emergencia

Educación crisisLa educación siempre ha tenido una resistencia sorprendente: uno pensaría que guerras, desastres o desplazamientos masivos la arrasarían como al resto de las instituciones, pero ahí sigue, tambaleándose, sí, pero en pie. Sin embargo, en los últimos años hemos asistido a una tormenta perfecta. La combinación, cada vez más frecuente, de conflictos armados, movilidad forzada, fenómenos climáticos extremos y desigualdades crónicas ha acabado con cualquier expectativa de normalidad en millones de escuelas.

Lo dice la UNESCO en su informe Orientaciones sobre competencias para docentes en situaciones de emergencia y crisis prolongadas (2025): las emergencias educativas ya no son accidentes, sino la nueva condición estructural en vastas zonas del planeta. Las cifras sirven para aterrizar esta afirmación. Antes de la pandemia ya había más de 127 millones de niños y jóvenes sin escolarizar en países afectados por crisis; después, la curva no hizo sino ascender.

La COVID-19 no solo cerró escuelas: dejó al descubierto que los sistemas educativos (incluso los formalmente robustos) estaban escasamente preparados para garantizar continuidad en situaciones adversas. La educación, que debería ser un amortiguador, actuó más bien como un barómetro que marcaba el descenso de presión.

La emergencia, además, no siempre es visible. Puede ser una sequía prolongada que vacía las aulas por hambre o un estallido de violencia que obliga a familias enteras a huir de un día para otro. Puede ser un barrio donde la escuela es la única institución que no se ha marchado porque no puede hacerlo. En todos esos contextos, el derecho a la educación se vuelve enormemente frágil.

Y, sin embargo, es precisamente ese derecho el que sostiene cualquier posibilidad de futuro.

La centralidad del rol docente

En medio del ruido habitual que acompaña cualquier crisis (sirenas, comunicados oficiales, titulares alarmistas) hay una figura que no suele aparecer en las primeras páginas, pero sin la cual el derrumbe sería total: el docente. Cuando todo falla, ellos permanecen. No por obligación, sino obedeciendo a una vocación y a una intuición que les dice que si la escuela desaparece, desaparece también el hilo que sostiene a la comunidad.

El informe de UNESCO lo plantea en estos mismos términos: los docentes son la primera línea de respuesta educativa en una emergencia. No solo porque son quienes abren (o improvisan) el aula cada mañana, sino porque, en la práctica, asumen funciones que exceden cualquier descripción profesional razonable. En contextos de violencia, desplazamiento o caos climático, un maestro no es “solo” un maestro. Es mediador, orientador, contenedor emocional, figura de seguridad y, a veces, la única institución reconocible para niños que han perdido el resto.

En zonas donde el Estado llega tarde, llega poco o no llega, los docentes actúan como la infraestructura humana del derecho a la educación. A menudo son ellos quienes detectan señales de trauma, hambre o riesgo; quienes frenan el avance de la violencia en el aula; quienes reconstruyen rutinas cuando la normalidad se ha volatilizado. Y lo hacen sin manuales, sin garantías, sin condiciones mínimas en la mayoría de los casos. Ello tienen la capacidad de sostener la continuidad educativa incluso cuando el sistema no puede hacerlo.

Es un contraste llamativo: las emergencias destruyen edificios, carreteras y servicios, pero hay algo que siempre resiste: la relación entre un docente y sus alumnos. Sin docentes formados, esa relación se vuelve frágil. Con docentes preparados, puede ser lo único que mantenga a flote el presente y el futuro de una comunidad.

Los docentes son la primera línea de respuesta educativa en una emergencia. No solo porque son quienes abren (o improvisan) el aula cada mañana, sino porque, en la práctica, asumen funciones que exceden cualquier descripción profesional razonable.

Las seis competencias fundamentales

Si algo dejó claro la última década (pandemia incluida) es que enseñar en contextos estables es una cosa y enseñar en medio del vértigo es otra completamente distinta. La UNESCO ha sintetizado esa diferencia en seis competencias, herramientas mínimas para que un docente pueda sostener el aprendizaje en un escenario que cambia semana a semana, a veces hora a hora.

Bienestar socioemocional y autocuidado

Hay una paradoja en el trabajo docente: se espera que los maestros sean anclas emocionales para sus alumnos, pero rara vez se les concede ese mismo derecho para sí mismos. El marco de la UNESCO invierte esa lógica: el bienestar del docente no es un medio, es un fin.

En emergencias, esto es una cuestión de supervivencia profesional. Los docentes lidian con estrés prolongado, miedo, incertidumbre y, en demasiados casos, traumas propios. Enseñar bajo esas condiciones sin apoyo emocional sería pedirle a un cable eléctrico que funcione mientras chisporrotea.

La competencia incluye habilidades de autorregulación, manejo del estrés, reconocimiento de señales de agotamiento y un repertorio de prácticas de autocuidado que no suenan a autoayuda, sino a mantenimiento preventivo. Un docente emocionalmente estable puede ofrecer aquello que los alumnos más necesitan en una crisis: seguridad, calma y un sentido de continuidad.

Formación en culturas de paz, derechos humanos y desarrollo sostenible

En emergencias, la escuela puede ser la primera frontera contra la violencia y la discriminación. Por eso, esta segunda competencia no es retórica diplomática: es operativa. Los docentes deben manejar nociones de convivencia, ciudadanía, diversidad, igualdad de género y solución pacífica de conflictos.

Educar en crisis, sostiene la UNESCO, exige una visión del mundo que no reproduzca la violencia que se intenta detener. En aulas donde conviven niños migrantes, víctimas de desplazamiento o estudiantes que han visto más de lo que cualquier menor debería ver, el docente debe ser capaz de instalar una cultura de respeto que no se deshace con la primera provocación.

Esta competencia es, en el fondo, un antídoto: evita que la escuela se contamine con las lógicas que destruyeron la vida fuera de sus paredes.

Pedagogías específicas para crisis

Si un terremoto derrumba una escuela, nadie se sorprendería de que el edificio tuviera que reconstruirse de manera distinta. Sin embargo, durante años hemos insistido en que la pedagogía podía permanecer igual, incluso cuando el contexto se desmoronaba.

Las emergencias demuestran lo contrario. Los docentes necesitan manejar educación multimodal, acelerada y flexible, adaptaciones curriculares de emergencia, enseñanza a distancia y metodologías que permitan recomponer trayectorias fracturadas.

Esto no implica “dar menos”, sino enseñar de otra manera: currículos condensados cuando el tiempo es escaso, aprendizaje acelerado para estudiantes con interrupciones, herramientas digitales que funcionan con o sin conectividad, enfoques como el Diseño Universal de Aprendizaje, que permiten atender niveles heterogéneos en el mismo espacio. Es una pedagogía de contingencia, sí, pero también una pedagogía de futuro.

Formación en inclusión

La diversidad no es un problema que resolver, sino el retrato exacto de las aulas contemporáneas. Pero en situaciones de emergencia, esa diversidad se multiplica: estudiantes migrantes, traumas no identificados, discapacidades invisibles, barreras lingüísticas, racismo cotidiano, microagresiones que pasan desapercibidas.

La competencia de inclusión exige que el docente pueda detectar, comprender y atender esa variedad de necesidades sin caer en la trampa de la homogeneización. Aquí entran la sensibilidad intercultural, la perspectiva de género, la atención a la discapacidad, la prevención del acoso y la capacidad de identificar violencias que no dejan moratones.

Es un ejercicio de justicia cotidiana: hacer que cada estudiante pueda aprender, incluso cuando su vida fuera del aula es un rompecabezas.

Liderazgo docente y autonomía en la toma de decisiones

En las emergencias, los docentes no solo enseñan: deciden. Deciden cómo reorganizar una clase cuando la escuela se queda sin electricidad, cómo responder cuando llega un estudiante recién desplazado, cómo actuar si surge un episodio de violencia. La autonomía no es un privilegio, es un requisito.

El liderazgo aquí no se parece al de los manuales corporativos. Es liderazgo de proximidad: el que permite sostener la moral del grupo, impulsar a colegas agotados, coordinar con la comunidad y reclamar apoyo cuando es necesario.

La UNESCO señala que este liderazgo es, en muchos casos, el factor que marca la diferencia entre un centro educativo que colapsa y uno que se reorganiza.

Redes de colaboración entre pares

Un docente aislado es vulnerable. Una red de docentes es un sistema inmunológico. Las comunidades de práctica —formales o espontáneas— permiten compartir estrategias, reducir la sensación de soledad profesional, encontrar soluciones locales y sostener emocionalmente al equipo. En emergencias, además, estas redes funcionan como vectores de innovación y resiliencia: cuando una estrategia sirve en un aula, se replica en otras.

Recomendaciones para la acción

Las emergencias educativas fuerzan al sistema a mostrar sus puntos de rotura. Y, una vez a la vista, sería tremendamente irresponsable mirar hacia otro lado. Si de verdad queremos que la educación resista la siguiente crisis (y resistirá, no por milagro sino por preparación), conviene transformar lo aprendido en decisión política.

La primera recomendación es tan obvia que sorprende que aún no sea la norma: integrar la formación en emergencias en la formación inicial docente, como una competencia estructural. Un docente debería salir de su carrera sabiendo cómo sostener aprendizajes en un aula que dejó de ser aula, en una escuela que cerró o en un barrio donde lo único previsible es la inestabilidad. Las crisis ya no son la excepción; prepararse para ellas tampoco debería serlo.

Segunda recomendación: consolidar la educación multimodal y flexible como infraestructura permanente. La pandemia lo dejó claro, pero lo que vino después lo confirmó: no se trata de tener un “plan B”, sino de disponer de un sistema con múltiples vías de continuidad. Materiales híbridos, currículos condensables, plataformas funcionales sin conectividad, dispositivos precargados… todo eso que hace unos años parecía experimental es hoy la diferencia entre seguir aprendiendo o quedarse fuera.

Tercero: tejer redes docentes que trasciendan la lógica del aula aislada. Los problemas de las emergencias son regionales, y sus soluciones, cuando aparecen, también. Una comunidad de práctica transnacional puede generar más resiliencia que una batería de decretos ministeriales. Que lo que aprende un docente en la frontera sur de México sirva a otro en el Darién no es un idealismo: es una estrategia.

Cuarto: convertir el bienestar docente en política pública con métricas y financiamiento, no en voluntarismo institucional. Ningún sistema funciona si su columna vertebral se quiebra.

Y, por último, una recomendación demasiado apremiante para seguir posponiéndola: formar sistemáticamente en prevención de violencia y protección escolar. En muchos contextos, este es el límite entre una escuela que cuida y una escuela que pierde a sus estudiantes para siempre.

La crisis seguirán llegando… ¿equipamos a los docentes?

En tiempos de crisis, la educación es lo único que impide que la emergencia se convierta en destino. Los docentes lo saben mejor que nadie. Ellos sostienen ese hilo de continuidad con una mezcla de oficio, terquedad y una vocación que resiste incluso cuando el contexto se deshace.

Las crisis seguirán llegando. El clima, la violencia y las desigualdades no esperan a que el sistema educativo se ponga al día. Pero hay algo que sí podemos decidir: si dejamos a los docentes solos o les damos las competencias, los apoyos y la dignidad profesional que necesitan para seguir siendo, como ya lo son, el armazón base de la resiliencia educativa en tiempos de crisis.

Porque, al final, el futuro también se construye en medio del caos. Y se construye enseñando.

 

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