“No podemos mejorar lo que no se puede medir. Lo que no se mejora, se degrada siempre”.
Lord Kelvin
Es difícil llegar a destino cuando no se tiene claro donde se quiere llegar ni si se está avanzando en la dirección correcta. Si un agricultor quiere mejorar su cosecha, examina la calidad de la tierra, mide el crecimiento de las plantas y analiza qué nutrientes hacen falta. Si un atleta quiere correr más rápido, necesita conocer su rendimiento actual, detectar sus debilidades y ajustar su entrenamiento. En la educación, ocurre lo mismo: no podemos mejorar el aprendizaje sin medirlo. La evaluación educativa es el instrumento que nos permite ver el progreso y analizar qué funciona, qué no y cómo avanzar hacia una enseñanza más efectiva y equitativa.
Medir el impacto de las políticas y programas educativos implementados es absolutamente fundamental. Sin evaluación, no sabemos si estamos logrando los objetivos propuestos ni si el proceso de aprendizaje de cada estudiante avanza en la dirección correcta. Evaluar es esencial tanto desde la perspectiva del estudiante como desde la del docente porque solo midiendo los progresos podemos adaptar la enseñanza al nivel adecuado y acompañar el ritmo de cada estudiante.
La evaluación no es un mero ejercicio administrativo, sino una herramienta clave para mejorar la educación, desde el aula hasta el diseño de políticas nacionales. La evaluación es también esencial para lograr que la inversión sea más eficiente. Sabemos que los sistemas educativos requieren más recursos. América Latina, por ejemplo, invierte por estudiante aproximadamente un tercio de lo que invierten en promedio los países de la OCDE. Sin embargo, los aprendizajes de los estudiantes en la región están por debajo de lo esperado, incluso considerando esos niveles de inversión. Esto evidencia un margen significativo para mejorar la eficiencia del gasto educativo.
Es precisamente en este contexto donde la evaluación y la medición del impacto juegan un papel fundamental. La toma de decisiones basada en evidencia es indispensable para diseñar políticas y programas que generen mejoras reales en los aprendizajes. No solo se trata de aumentar la inversión en educación, sino también de optimizar los recursos existentes para maximizar su impacto, especialmente en una región que enfrenta fuertes restricciones fiscales.
¿Qué evaluamos y cómo lo hacemos?
Una vez establecida la importancia de medir, podemos hablar de qué evaluamos y cómo lo hacemos. Por ejemplo, sabemos que las evaluaciones formativas son fundamentales para que el estudiante sepa dónde está y qué áreas del aprendizaje debe fortalecer. Estas evaluaciones no solo benefician a los alumnos, sino que también proporcionan a los docentes información clave para personalizar la enseñanza y brindar apoyo específico a cada estudiante.
Cada estudiante enfrenta desafíos distintos. Por eso, la evaluación formativa es una herramienta esencial que debe aplicarse de manera constante en los momentos clave del proceso de aprendizaje. Además, con el avance de la tecnología, la evaluación formativa se ha convertido en una funcionalidad central de las plataformas adaptativas de aprendizaje, que ajustan los contenidos según las necesidades específicas de cada estudiante.
Sin embargo, aunque las evaluaciones formativas son importantes, no son suficientes. También necesitamos evaluaciones sumativas para medir el desempeño a gran escala, identificar las brechas de equidad, y empezar a entender qué aspectos del sistema educativo requieren ajustes. En este contexto, las evaluaciones comparativas regionales e internacionales, como PISA (de la OCDE), LLECE (de la UNESCO) y otras, son instrumentos clave que permiten conocer cómo se desempeñan los estudiantes de un país en relación con sus pares y reflexionar sobre el desempeño de los sistemas educativos en su conjunto.
La evaluación no es un mero ejercicio administrativo, sino una herramienta clave para mejorar la educación, desde el aula hasta el diseño de políticas nacionales.
Desafíos de la evaluación y la medición educativa
¿Dónde está América Latina en términos de evaluación? 15 países de la región participaron en la evaluación regional ERCE 2019, que mide el aprendizaje de estudiantes de primaria, y 14 países en las pruebas PISA 2022, que evalúan el rendimiento de estudiantes de 15 años en Lectura, Matemáticas y Ciencias. Sin embargo, no basta con participar en evaluaciones internacionales. Es fundamental que los países desarrollen sus propias evaluaciones nacionales.
Entre 2021 y 2023, 14 países de América Latina han aplicado evaluaciones nacionales en algún nivel educativo, lo que les permite monitorear de manera más detallada la situación educativa dentro de sus territorios. De estos 14 países, solo 8 aplican algún tipo de evaluación censal. Para quienes deseen profundizar en el tema, el informe El Estado de la Educación en América Latina, publicado por el BID el año pasado, ofrece un análisis exhaustivo sobre el estado actual de las pruebas nacionales, regionales e internacionales en la región.
Implementar sistemas sólidos de evaluación no está exento de desafíos. En primer lugar, son procesos costosos y que requieren de una alta capacidad técnica e institucional. Tradicionalmente nos hemos enfocado principalmente en la medición de habilidades cognitivas fundacionales, como Lectura y Matemáticas, dejando de lado otras dimensiones igualmente críticas, como las habilidades socioemocionales, cuya medición a escala continúa siendo un desafío para los sistemas educativos no sólo en la región, sino a nivel global. Aunque ciertamente la tecnología puede ayudar reduciendo costos y facilitando la implementación, es necesario asegurar las condiciones para mantener la calidad de las mediciones.
Lo que sabemos que funciona
Existen varios principios básicos que la evidencia respalda de forma contundente. Por ejemplo, en contextos donde los docentes presentan brechas pedagógicas y de contenido, se ha demostrado que las lecciones guionizadas pueden producir un impacto muy positivo en el aprendizaje. En intervenciones que hemos realizado en diferentes países y contextos altamente vulnerables encontramos que modelos de enseñanza guionizada pueden reducir las brechas de aprendizaje entre estudiantes que están en aulas con docentes de distintos niveles de formación y experiencia.
También sabemos que el aprendizaje experiencial y el uso de metodologías activas —como el aprendizaje basado en proyectos y resolución de problemas— es la estrategia pedagógica que mayor efecto tiene sobre los resultados de los estudiantes. Esto se explica porque el ser humano aprende mejor a través de la experiencia.
En una serie de países, el BID ha colaborado con los ministerios de educación en iniciativas que promueven el aprendizaje activo en ciencias y matemáticas a través de proyectos escolares vinculados a problemas reales en las comunidades, como el manejo del agua o la protección del medio ambiente. Evaluaciones experimentales muestran que estas experiencias no solo fortalecen las habilidades académicas, sino que también desarrollan el pensamiento crítico, la creatividad y el compromiso cívico de los estudiantes.
Cabe resaltar, que, para los estudiantes con mayores dificultades de aprendizaje, estas estrategias deben complementarse con instrucción explícita, oportuna y adaptada a sus necesidades. En estos casos, el uso de andamiajes adecuados resulta esencial para apoyar su progreso y asegurar que todos los estudiantes avancen en su proceso educativo.
Otro principio fundamental es enseñar a cada estudiante al nivel adecuado. Dado que cada persona aprende a su propio ritmo, resulta esencial adaptar la enseñanza para evitar que nadie se rezague. Sin embargo, muchos docentes no dominan completamente las estrategias pedagógicas necesarias para aplicar una instrucción diferenciada de forma efectiva. Para apoyarles, existen plataformas digitales que permiten identificar el nivel de aprendizaje de cada estudiante y ofrecer contenidos personalizados. El BID está colaborando con varios Ministerios de Educación en la región para implementar el uso de estas plataformas, con el fin de facilitar la enseñanza diferenciada y mejorar los resultados de aprendizaje, especialmente entre los estudiantes que enfrentan mayores desafíos.
Otra evidencia muy clara es que resulta indispensable que los programas estén culturalmente adaptados. Uno no puede replicar exactamente el mismo programa en un contexto y en otro. Un buen ejemplo de esto es un programa de educación intercultural bilingüe que implementamos en Panamá, el cual obtuvo reconocimiento internacional y cuenta con evidencia experimental rigurosa de su impacto. Al adaptar el aprendizaje a la realidad de la comunidad —en este caso, combinando la matemática tradicional con la etnomatemática— se fortalece la capacidad de los estudiantes para asimilar contenidos.
A pesar de lo que pudiéramos creer, sí disponemos hoy de bastante evidencia sobre lo que funciona para mejorar aprendizajes. El aprendizaje experiencial, las metodologías activas, la enseñanza al nivel adecuado y la instrucción diferenciada, las lecciones guionizadas cuando los docentes tienen una formación limitada, y programas culturalmente adaptados son algunos de esos ejemplos de intervenciones altamente efectivas.
Pero mucha de esa evidencia viene de intervenciones en pequeña escala, realizadas de forma piloto. En cualquier intervención importa no solo la ciencia que le pongamos al diseño, sino la ciencia de la implementación. Lo que puede funcionar en entornos controlados, cuando la escala es pequeña, puede dejar de ser efectivo cuando la implementación no es fiel al diseño. Por eso muchas veces el reto principal es la capacidad para implementar a escala.
Un programa piloto puede tener un alto impacto en entornos controlados, pero al expandirse a nivel nacional, la calidad de su implementación se diluye y el impacto se reduce drásticamente o anula por completo. Por ello, no solo es fundamental evaluar antes de escalar una política, sino también monitorear continuamente su implementación para asegurar que los resultados se mantengan.
Volviendo a retomar el punto de partida, mejorar la educación implica generar evidencia para diseñar políticas e implementar programas que generen mejoras reales en los aprendizajes. Por eso, la evaluación no puede verse como un proceso de diagnóstico y rendición de cuentas, sino como una oportunidad de cambio y mejora continua para el sistema y los estudiantes.
Debe trascender la lógica de “examinar para clasificar” y convertirse en una herramienta de aprendizaje constante que informe políticas públicas más eficaces. Solo así, la región podrá hacer de la evaluación un catalizador de cambios a nivel de los sistemas que sean reales y sostenibles para que la enseñanza y el aprendizaje estén al nivel que los estudiantes del siglo XXI necesitan.