¿Sobrevivirá la escuela a la inteligencia artificial?

Si la inteligencia artificial lo sabe todo, ¿para qué aprender? Esto, lejos de ser una pregunta trivial, es un dilema que resume uno de los grandes desafíos que enfrenta hoy nuestra sociedad. El libro Educación para la era de la inteligencia artificial, del educador e investigador Charles Fadel, aborda esta cuestión de forma rigurosa y propone un marco para formar ciudadanos sabios, resilientes y versátiles en tiempos de cambio acelerado.

¿Sobrevivirá la escuela a la inteligencia artificial?

Alfabetización en IA.Si la inteligencia artificial lo sabe todo, ¿para qué aprender? La pregunta parece salida de una conversación de café, pero esconde uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo. Charles Fadel, educador e investigador, la aborda en su libro Educación para la era de la inteligencia artificial. Fundador del Center for Curriculum Redesign, Fadel no se apunta al coro de los apocalípticos, ni al de los adoradores del algoritmo. Propone, más bien, un marco riguroso para formar ciudadanos que sigan siendo humanos en un mundo cada vez más gobernado por máquinas.

No es una tarea sencilla. Mientras la IA permea ya todos los aspectos de nuestra sociedad —el trabajo, las relaciones, el conocimiento mismo—, el sistema educativo parece anclado en el siglo pasado. A menudo, ni siquiera en el pasado más brillante. El libro de Fadel aporta una pregunta incómoda: ¿qué debemos enseñar hoy para que los alumnos de mañana no sean simples piezas de un engranaje algorítmico? Y una respuesta posible: enseñarles a pensar, a discernir y, sobre todo, a conservar un propósito.

Por qué es urgente repensar la educación en la era de la IA

Hace una década, la inteligencia artificial era un asunto circunscrito a los laboratorios informáticos. Hoy organiza el tráfico, selecciona las noticias que vemos, redacta textos más que decentes y empieza a sustituir perfiles laborales que siempre creímos salvo de la automatización. Todo el mundo se pregunta qué va a pasar con la economía. Fadel plantea otra cuestión quizás más incómoda: qué va a pasar con la educación.

No es solo el mercado laboral lo que está cambiando: cambia también la manera en que pensamos, aprendemos, nos relacionamos. Por eso, dice Fadel, no basta con preguntarse qué enseñar. Hay que pensar también cómo enseñar. Y para qué.

En este panorama, la escuela corre el riesgo de convertirse en un fósil. A menos que se atreva a cambiar. Y a cambiar en serio. No se trata de poner un par de tabletas en clase ni de enseñar a programar en Python a los cinco años. El cambio debe ser más profundo: enseñar a convivir con la IA, a usarla críticamente y a preservar el juicio humano.

Fadel subraya otro aspecto esencial: en un mundo incierto, los alumnos necesitan estabilidad emocional. Algo que la tecnología no les va a dar. La escuela debe ofrecer no solo conocimientos, sino también un sentido de pertenencia, un espacio de referencia. Como escribe el propio autor: “No podemos mantener todo lo que era enseñado y, al mismo tiempo, agregar todas las nuevas exigencias”. Algo tendrá que ceder. Y será mejor que cedan los viejos métodos, no la humanidad del aprendizaje.

Educación en cuatro dimensiones

Fadel propone una estructura en cuatro dimensiones, elaborada hace más de una década en su Center for Curriculum Redesign (CCR), y más vigente que nunca. El esquema es sencillo, que no simple: conocimiento, habilidades, actitudes y metaaprendizaje. Cuatro columnas que sostienen un aprendizaje completo. No se trata solo de saber cosas —aunque sigue siendo esencial—, sino también de desarrollar la capacidad de hacer, de ser y de aprender a seguir aprendiendo. Más aún en un mundo donde el conocimiento se renueva sin descanso y las certezas duran menos que un trending topic.

El conocimiento sigue importando, claro. Pero combinado con habilidades como el pensamiento crítico, la creatividad o la comunicación. Y con actitudes como la curiosidad, la perseverancia y la empatía. Y con algo que solemos olvidar: el metaaprendizaje, esa capacidad de entender cómo y por qué aprendemos. Porque aprender no es un proceso automático, ni para humanos ni para máquinas.

A este marco, Fadel añade factores menos tangibles pero cruciales: motivación, identidad, agencia y propósito. Sin ellos, el aprendizaje se convierte en una carrera de obstáculos vacía. Con ellos, puede ser un proceso de transformación personal. La IA nos pone delante la tentación de delegar —que piense la máquina—. Pero sin motivación, sin identidad, sin capacidad de actuar con sentido, el alumno no será más que un consumidor pasivo de contenidos generados por otros.

La estructura 4D es un marco práctico para rediseñar el currículo y las metodologías. Educación para la era de la inteligencia artificial actualiza y fortalece este modelo, ofreciendo pistas concretas para aplicarlo. Porque si algo está claro es que el viejo currículo enciclopédico no basta para preparar a los alumnos del siglo XXI. Y mucho menos para preparar a ciudadanos que no quieran ser, ellos mismos, parte del engranaje algorítmico.

¿Qué es realmente la IA y cuál es su impacto en la educación?

Oráculo para unos, antesala de la extinción humana para otros, Fadel sitúa su mirada sobre la IA en un terreno mucho más razonable: el de la mirada crítica y pragmática.

Primero, conviene distinguir de qué estamos hablando. La IA que hoy nos rodea —la que escribe textos, recomienda series o filtra currículos— no es inteligencia general, sino lo que Fadel llama IA capaz (ACI). Una categoría intermedia, que se mueve con soltura en tareas específicas pero que está a años luz de la soñada (o temida) superinteligencia. Los modelos actuales —ChatGPT incluido— no piensan ni entienden como nosotros. Procesan. Y a veces lo hacen muy bien.

Fadel usa una metáfora muy gráfica: la IA es un exoesqueleto de la mente. No viene a sustituirnos, sino a ampliar lo que podemos hacer. Claro que para usar bien un exoesqueleto hay que tener algo dentro de la cabeza. De ahí que el papel de la educación sea, más que nunca, preparar a los alumnos para colaborar con la IA, no para delegar en ella el pensamiento.

El riesgo es doble. Por un lado, quienes no sepan manejarse en este nuevo entorno quedarán marginados. Por otro, quienes se abandonen al automatismo algorítmico perderán capacidades humanas esenciales. El libro lo dice sin rodeos: los alumnos que aprendan a trabajar con la IA tendrán ventaja; los que la ignoren —o peor, los que confíen ciegamente en ella— pagarán el precio.

En el mundo laboral, la complementariedad entre humanos e IA es el horizonte más probable. Los empleos no desaparecerán en bloque, pero cambiarán de raíz. Y la educación debe anticiparse a ese cambio. No basta con formar para las competencias de ayer. Hace falta enseñar a navegar en un entorno híbrido, donde las máquinas harán mucho, pero no todo. Y donde la diferencia la marcarán precisamente aquellas capacidades que la IA no puede replicar: creatividad, pensamiento crítico, inteligencia emocional.

Aquí Fadel introduce un recordatorio oportuno. En tiempos de sobreabundancia informativa —y de manipulación digital— la función crítica de la educación es más importante que nunca. No se trata de competir con la IA. Tampoco de rendirse a ella. Se trata de formar ciudadanos capaces de convivir con esta tecnología, de aprovechar sus ventajas y de resistir sus trampas.

No es poca cosa. Y menos aún en un contexto donde la fascinación tecnológica corre el riesgo de desbordarlo todo. Si la IA se convierte en el árbitro último de lo que sabemos y pensamos, la educación habrá fracasado en su misión más elemental.

La sabiduría como objetivo duradero de la educación

Hablar de sabiduría en un libro sobre inteligencia artificial podría sonar a boutade: ¿formar personas sabias en un mundo donde la velocidad importa más que la profundidad y donde los algoritmos compiten por nuestra atención a golpe de titulares? Fadel, sin embargo, insiste. Y acierta.

El libro plantea que la sabiduría debe ser el horizonte último de la educación. No basta con preparar para el empleo —ni siquiera para los empleos del futuro—, ni con dotar a los alumnos de habilidades técnicas. Lo que necesitamos es formar individuos capaces de comprender el mundo en su complejidad, de discernir lo que importa, de actuar con sentido y con ética.

Fadel y su equipo definen la sabiduría como una articulación dinámica de conocimiento, habilidades, actitudes y metaaprendizaje. No es un añadido romántico al currículo: es el núcleo mismo de lo que debería ser la educación. Aprender a manejar información es necesario, pero insuficiente. Lo decisivo es saber contextualizarla, cuestionarla, interpretarla. Y, llegado el caso, saber decir que no.

El autor es claro: “La sabiduría no es un concepto etéreo: es muy real cuando se nutre adecuadamente”. Se nutre, entre otras cosas, de pensamiento crítico, de reflexión ética, de empatía, de la capacidad de aprender a lo largo de la vida. Virtudes que la IA no tiene y que, en muchos casos, tampoco promueve.

El libro advierte de un riesgo que a menudo pasamos por alto. La dependencia excesiva de sistemas automatizados —tan cómodos, tan eficaces— puede erosionar nuestras capacidades de juicio. Si dejamos que la máquina decida por nosotros, corremos el peligro de perder no solo la capacidad de decidir, sino también la de comprender por qué decidimos lo que decidimos.

Por eso Fadel reclama una educación que no renuncie a su dimensión humanista. La escuela no debe convertirse en un centro de entrenamiento para operarios del algoritmo. Su misión es formar ciudadanos sabios. Personas capaces de discernir, de actuar con criterio y de resistir —cuando haga falta— a la lógica impersonal de la IA.

En un mundo de máquinas cada vez más listas, la sabiduría humana será más valiosa que nunca. O será, simplemente, lo que nos quede.

La IA es un exoesqueleto de la mente. No viene a sustituirnos, sino a ampliar lo que podemos hacer. Claro que para usar bien un exoesqueleto hay que tener algo dentro de la cabeza.

Entonces, ¿qué enseñamos?

Pocos tópicos resultan tan tentadores como este: «Si la inteligencia artificial puede saberlo todo, ¿para qué aprender?». La pregunta circula por universidades, congresos y foros de LinkedIn con la ligereza que suelen tener las ideas peligrosas. Fadel no se la toma a broma, pero tampoco se deja seducir. La respuesta de su libro es rotunda: sí, hay que seguir aprendiendo. Pero con cabeza.

Para empezar, conviene aclarar que la IA no lo sabe todo, ni es capaz de entender el mundo como lo entiende un ser humano. Procesa datos, reconoce patrones, genera respuestas plausibles. No piensa. Ni siente. Ni tiene contexto moral. El mero acceso instantáneo a la información no equivale, ni remotamente, a la comprensión profunda.

Por eso, el reto no consiste en vaciar los currículos ni en abandonar el conocimiento. Se trata, más bien, de repensarlo. De enseñar lo que importa y de hacerlo de forma que tenga sentido en este nuevo escenario.

El libro propone un equilibrio entre distintos tipos de conocimiento:

  • Declarativo: los contenidos esenciales, la base cultural y científica que nos conecta con el legado de la humanidad.
  • Procedimental: el saber hacer, las habilidades que permiten actuar en el mundo real.
  • Conceptual: la comprensión de los principios y estructuras que organizan ese saber.
  • Epistémico: el metaaprendizaje, la capacidad de evaluar, cuestionar y mejorar nuestro propio aprendizaje.

Este último componente es, quizá, el más crucial en la era de la IA. Saber cómo aprendemos, y cómo pensar sobre nuestro propio pensamiento, es la mejor defensa frente a un entorno donde los algoritmos nos ofrecen respuestas prefabricadas a casi cualquier pregunta.

El libro subraya también la necesidad de actualizar los currículos tradicionales e incorporar disciplinas emergentes. Ciencia, tecnología, ingeniería, matemáticas, sí. Pero también humanidades, pensamiento ético, ciencias sociales. Porque si algo nos enseña la historia es que las sociedades que renuncian a su dimensión humanista terminan perdiendo algo más que empleos.

En tiempos de IA, saber sigue importando. Y quizá importe más que nunca. Porque los algoritmos, por sofisticados que sean, no distinguen entre lo trivial y lo esencial. Esa es, y seguirá siendo, tarea de la inteligencia humana.

Cómo enseñar: personalización y el rol del docente

Si el qué enseñar plantea dilemas, el cómo enseñar en la era de la inteligencia artificial abre un frente aún más complejo. Aquí es donde Fadel pisa terreno delicado. Porque el riesgo de convertir la educación en un proceso automatizado —una línea de montaje adaptativa— es tan real como tentador.

El libro apuesta, con convicción, por la personalización del aprendizaje. Y no por una cuestión estética, sino porque el enfoque uniforme de la vieja escuela no sirve en un mundo cada vez más diverso. Los alumnos no son clones, los itinerarios de aprendizaje no deberían serlo tampoco.

La IA ofrece herramientas formidables para personalizar. Sistemas de tutoría inteligente, análisis en tiempo real del progreso, recomendaciones adaptativas. Los algoritmos pueden ayudar a ajustar ritmos, detectar dificultades, sugerir caminos. Todo eso está bien. Pero el libro insiste en un punto esencial: la tecnología debe potenciar el aprendizaje humano, no sustituir su dimensión más genuina.

La personalización, recuerda Fadel, no consiste solo en adaptar contenidos y ritmos. Es también —y sobre todo— una cuestión de atender a los impulsores profundos del aprendizaje: identidad, agencia y propósito. Un alumno que no sabe quién es, que no se siente capaz de actuar ni encuentra sentido a lo que estudia, puede dominar todas las competencias técnicas y seguir vacío.

Por eso, la motivación, tanto intrínseca como extrínseca, se convierte en un factor clave. La IA puede ayudar a detectar intereses, a ofrecer desafíos adecuados, incluso a construir trayectorias de aprendizaje más flexibles. Pero no puede, ni debe, reemplazar el trabajo esencial que hacen los docentes para cultivar el deseo de aprender.

Aquí es donde el rol del profesor no desaparece, sino que cambia. El maestro ya no es —si es que alguna vez lo fue— un simple transmisor de contenidos. Se convierte en guía, mentor, diseñador de experiencias de aprendizaje. Y, lo que no es menor, en garante del clima emocional en el aula.

El libro ofrece ejemplos concretos de cómo rediseñar los currículos para integrar estas dimensiones y sacar partido de las posibilidades de la IA sin caer en el fetichismo tecnológico. Porque el peligro es claro: convertir la personalización en un espejismo algorítmico donde cada alumno reciba una dieta intelectual diseñada por una máquina, sin mediación humana.

La educación, insiste Fadel, es más que una secuencia de inputs y outputs. Y la relación entre docente y alumno sigue siendo insustituible. La tecnología puede y debe enriquecer ese vínculo, pero nunca degradarlo a la categoría de trámite.

Una educación que prepare para lo imprevisible

El libro de Fadel es un texto razonable en un momento en que la razón escasea. Ni utopías ni distopías. Su enfoque es más prosaico: si la educación no cambia, quedará fuera de juego. Y si cambia en la dirección equivocada, el daño será aún mayor.

Ante el vértigo que puede producirnos el avance tecnológico, Fadel apuesta por un pragmatismo humanista. El reto no consiste en añadir más contenidos a currículos ya saturados, ni en digitalizar cada rincón de la escuela. El reto es otro: enseñar mejor, enseñar de forma más relevante, formar individuos capaces de navegar en un mundo imprevisible.

En este camino, la IA puede ser aliada. Puede ayudarnos a personalizar, a liberar tiempo para la reflexión, a construir itinerarios más flexibles. Pero no podrá —ni debe— reemplazar el núcleo del proceso educativo: el vínculo humano, el pensamiento crítico, la transmisión de valores. Si la escuela renuncia a esto, poco importará cuán sofisticadas sean las herramientas digitales que incorpore.

Fadel y su equipo invitan a la comunidad educativa a hacerse tres preguntas fundamentales: “¿Por qué, qué y cómo deberían aprender los alumnos para la era de la IA?”. Preguntas incómodas, pero imprescindibles. Porque lo que está en juego no es solo el futuro del sistema educativo, sino el tipo de sociedad que queremos construir.

 

 

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